Quién me iba a decir a mí que
volvería a ver el río cómo cuando vine con mi abuela aquella tarde treinta años
atrás, a mediados de agosto, en la víspera de la boda de mi tía Florencia. El
paisaje que ahora contemplo ya no es igual. Aquella tarde habían brotado los
viñedos y verdegueaba toda la ladera. Ahora todo está lleno de matojos y
algunas cepas se resisten a morir. Las lomas y los cerros mantienen idénticas
siluetas y hoy la primavera todo lo engalana. Es un privilegio para mí ver este
insultante colorido silvestre y escuchar el canto de la alondra macho mientras asciende
volando en círculos para atraer a la hembra. Estas vivencias son un verdadero
deleite para quien tenga la suerte de contemplarlas como las observo yo. Va
cayendo la tarde, cierro los ojos para sentir la caricia tibia de los rayos del
sol y dejo que mi mente recuerde aquel día: ver desnuda a mi abuela me hizo
mucha gracia y mucho miedo cuando la vi entrar en el río, sabía de mi temor y
se burlaba zambulléndose y apareciendo de repente para mi infantil alivio.
El año pasado, cuando abuela tuvo conocimiento de la crisis por la que
yo estaba pasando, después de la decepción de mi novio y mi estrés laboral, le
faltó tiempo para llamarme: “Carla, hija mía, vente a Fermoselle y deja ese
trabajo, con mi paguita podemos vivir las dos tan ricamente porque yo no gasto
nada. Mi niña de todo se sale, si lo sabré yo. Ven y después cuando estés
curada te vas”. Tuve claro que su presencia sería la mejor medicina. Mis padres
no se opusieron, pero me advirtieron sobre las carencias que encontraría. “La
soledad y el silencio son buenos cuando los puedes elegir, es como todo, la
lluvia es bonita si no es continuada, la nieve también cuando es pasajera, pero
cuando se agranda y tapona las puertas de las viviendas es un suplicio —dijo
ella, y mi padre remató—: allí el invierno es duro, la abuela no tiene
calefacción, el brasero y la lumbre te calientan las piernas, pero la espalda
se congela. En la cama las sábanas parecen mojadas, sin trabajo y sin amigos, con
poca o ninguna vida social, dudamos que puedas aguantar.”
Hablé con el jefe del gabinete donde trabajo como administrativa y me
propuso dos alternativas, dar por buena mi petición de excedencia anual, o
aceptar su idea del teletrabajo. Esta opción era la mejor si lograba convencer
a mi abuela para instalar internet, aunque todo el gasto corriera de mi cuenta.
Al quedarse sola, cuando murió el abuelo Quinino, fue una odisea conseguir que
pusiera el teléfono. “Eso es para ricos, yo nací pobre y moriré pobre”
argumentaba con el amor propio que la caracterizaba y la tozudez de mujer
sabia. Ver las primeras imágenes en el telediario sobre la pandemia en Italia precipitó
el viaje hacia el pueblo.
Una semana después de llegar a casa de la abuela me instalaron internet
y esa misma tarde envié un mail a mi jefe. Me regaló tres días de vacaciones
para que pusiera todo en orden. La primera semana todo parecía ir normal en
apariencia, pero la abuela tenía pequeños lapsus de memoria que me preocuparon y
más cuando comprobé que trataba de disimular. Ahora es al revés, vive en
“permanente viaje” hacia el olvido y fugaces retazos de cordura.
Abandono mi rincón en el extremo del puente. Seguro que la abuela espera en la puerta y no sé qué identidad me pondrá hoy. Por ella he conocido a Nacho, el hijo de los vecinos de enfrente, quien se prestó voluntario a cuidarla durante mis escapadas por los caminos que rodean al pueblo. Nacho es diferente, ni guapo ni feo, ni alto ni bajo, servicial, amable, desborda romanticismo cuando se pone a cantar los boleros de Armando Manzanero acompañado de su guitarra con una mirada que me cala las entrañas. Luego me cuesta encontrar el sueño y su expresión va y viene en mi mente a pesar de que trato de ignorarla. La abuela en uno de esos momentos de lucidez me dijo que era rico porque trabajaba en un banco.
Suena una llamada en el móvil, la pantalla parpadea el
número de Nacho.
—Hola —dice y añade—: todo bien, tu abuela hoy tiene el día excelente,
solo ha habido un momento que su mente cayó, ahora estamos ensayando una
canción para dedicártela.
—Gracias, no sé cómo podré agradecértelo.
—Muy fácil, un beso no cuesta dinero, sabes bien que soy tímido y cara a
cara no me atrevo a decirte lo mucho que te quiero. Espero que no te molesten
mis palabras, si así fuera solo tienes que decírmelo y trataré de olvidar lo
que acabo de decir… —y, tras mi silencio cortó la llamada.
Abro la puerta del coche y me acomodo en el asiento. Esta declaración a
distancia me descoloca. Mi cuerpo se deja llevar por un sentimiento extraño en
una mezcla de sorpresa y felicidad interior. Al subir el puerto el coche avanza
despacio y, mientras mi vista se recrea en el paisaje, percibo un placer nuevo
como aquella tarde treinta años atrás.
Aparco en la sombra de la iglesia de nuestra señora de la Asunción y
recuerdo que cuando vivía en Madrid y dejaba el coche en la calle, mi padre
bajaba y en una especie de ritual daba un par de vueltas alrededor del auto
para ver si había dejado a la vista algo que llamara la atención a los
ladrones. Aquí no existe ese problema y enfilo con mi mochila a la espalda
hacia la casa de la abuela. No puedo evitarlo, estoy nerviosa. ¡Vaya! Veo a
Nacho sentado en un taburete y mi abuela en la mecedora. Nacho toca los acordes
del tango “El pañuelito”, de Carlos Gardel, mientras la abuela lo canta. Espero
escondida en la sombra tras la esquina unos instantes y pienso que a veces las
coincidencias pueden ser augurios de buena nueva, ese tango es la canción que
mi padre suele poner con mucha frecuencia. “Ya está” escucho decir a Nacho, al
tiempo que alza la mano para chocarla con la abuela como dos colegas.
—Hola —saludo al llegar y veo que mi presencia provoca en la abuela un
rictus extraño, como una sonrisa forzada, sé que la alegría de verme la
trasportó a la ausencia de su enfermedad. Nacho me mira con complicidad porque
sabe qué está pasando y trata de aparentar naturalidad con la esperanza de que
la “ausencia” sea pasajera.
—Mientras tú fuiste al río te hemos preparado una canción que tu abuela
me enseñó —dice Nacho con una expresión de ternura que acompaña acariciándole
la espalda y me mira con un brillo que tapa el miedo y la valentía. Ella me observa
como si fuera una intrusa que le robó lo mejor de la tarde.
—Joaquín ¿Quién es esta moza? —pregunta a Nacho que en ese momento es
para ella su difunto marido, el abuelo Quinino.
—Una chica muy guapa que quiere escuchar como cantas “El Pañuelito”. Ha
prometido que si lo interpretamos bien me acepta como novio —dice, mientras me
hace un guiño y sonríe.
—¡Soy tu nieta Carla! —le digo alzando la voz como si así pudiera
devolverla al mundo real.
—Carla, Carla… —repite y me mira con descaro.
—Ven, vamos a un lugar donde podremos disfrutar de un bonito atardecer
—añade Nacho, cogiéndola de la mano para que se incorpore, al tiempo que cruza
la guitarra en la espalda —¿Te importa? —me ofrece por primera vez la otra
mano. Acepto y percibo en el contacto la humedad del nerviosismo—¿Me perdonas
si te ofendí? —pregunta. Sonrío negando y aprieto su mano.
La abuela sube la calle mirando hacia ambos lados hasta que nos
acomodamos los tres sobre la hierba del suelo en las ruinas del castillo de
doña Urraca, igual que en tarde anteriores, pero esta tarde tiene un cariz
diferente. Enfrente, el sol amaga en la huida y borbotea entre nubes rosadas
que tratan de arroparlo en la despedida. Nacho afina una cuerda de la guitarra
y empieza a cantar:
“Este pañuelito fue compañero del dolor, cuántas veces lo besé por
aquel perdido amor...” Y continúa
desgranado los versos de la canción. Cierra los ojos y se deja transportar por
el sentimiento que le produce la canción. Me acerco y le doy un beso sonoro en
la mejilla, él se bloquea y, aunque suena la guitarra, su voz calla. Es
entonces cuando aflora el milagro donde la historia descansa en un atardecer
vestido de magia que trajo a la abuela de vuelta a la realidad cuando la
escuchamos cantar:
“El noble pañuelito en mi penar, ha sido confidente de mi pesar, y acaso
impida que nunca en la vida te pueda olvidar”
Nacho y yo aplaudimos sabiendo que ese momento es irrepetible.
—Gracias, jamás olvidaré este atardecer. Te quiero —solté, abrazándolo
para ocultar mis lágrimas de felicidad.
—Vaya dos tórtolos —dice la abuela—. Ya sabía yo que este mozo estaba
tontito por ti. ¿Nos vamos? aquí arriba hace relente y luego el reuma me pasa
factura.
Y los tres nos volvimos a coger de la mano para bajar porque al día
siguiente el amanecer traería el color de la felicidad.
2 comentarios:
Cuando llevaba leídas unas líneas, me parecía que ya había estado en este sitio y con estos personajes; sigo leyendo y claro que sí. Recordé este relato breve que me gustó en su día y de nuevo ahora. Corto pero largo en su contenido.
Creo recordar que ibas a presentarlo a un certamen de Relatos breves, cortos..., ¿o son imaginaciones mías?.
Bienvenido "El Pañuelito" a tu blog y aquí queda al alcance de todos. Bien!
-Manolo-
Que bonitooooo...!!
EL PAÑUELITO !!
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