La frase del dia

15 enero 2009

Santiago de Compostela













No penséis que hemos hecho el camino andando como fervientes peregrinos. Pues no, tal vez algún día cuando no empuje la prisa será cuestión de plantearlo. El tiempo y la salud, si llega el caso, lo determinarán. Por fortuna, a pesar de la crisis, las circunstancias hoy en día hacen posible que viajar, sin ningún tipo de ostentación, pueda resultar asequible.
El viernes, a las seis de la mañana en Tarragona al salir de casa el frío sajaba la cara. Estacioné el coche en el aparcamiento y regresé en agradecida carrera, por ahuyentar la tiritera y porque la hora se echaba encima.
Para un fin de semana no son necesarias muchas alforjas, como dirían en mi pueblo. Antes de despegar, el comandante dijo que tardaríamos una hora y veinte minutos en llegar a Compostela. Una vez arriba, a la velocidad de crucero, no pude curiosear nada por la ventanilla, aunque se veían los dibujos que formaban las luces de las ciudades que sobrevolábamos.
De tanto en tanto escrutaba el exterior o trataba de concentrarme en "Doce cuentos peregrinos" de García Márquez (a pesar del título nada que ver con peregrinaciones).
Poco antes de iniciar el descenso se encendieron los focos del avión y una constelación de partículas claras y alborotadas cruzaban fugaces tras mi ventana. “Está cayendo una buena” pensé. Por momentos sospeché que era granizo...
El contacto fue suave, el avión dio un pequeño saltito y los frenos se encabritaron sujetando la inercia del aparato como si no hubiese suficiente pista para detenerse.
Al bajar, todo el entorno blanqueaba luminoso. Un autobús nos recogió cuando el día comenzaba a despejar. El paisaje era sublime, propio de un sueño. La nieve envolvía todo, árboles, señales y casas. Efectuó algunas paradas y subieron pasajeros que vivían en el extrarradio de aeropuerto de Lavacolla.













No había nieve en las calles pero sí en los tejados. El conductor nos avisó cuando llegó a una parada cerca del hotel. En el comedor repusimos fuerzas y salimos con la ansiedad de quien visita una ciudad por primera vez.
Según había dicho la chica de recepción del hotel Rosa Rosae (lo recomiendo), en Santiago vivían ciento treinta mil personas, de las cuales treinta mil eran estudiantes. Y se notaba en el ir y venir de los jóvenes que cruzaban a nuestro lado con carpetas bajo el brazo. A primera vista nos pareció una ciudad limpia y después comprobamos que era válida esa primera apreciación. Plazas y calles presentaban un aspecto aseado y aún colgaban adornos navideños en la zona comercial.
Caminando llegamos a la plaza del Obradoiro. Y contemplamos la catedral desde el exterior. Pensé en lo de siempre: ¡Que bien trabajaba aquella gente! Hoy sería inviablee que alguien construyese algo tan laborioso y artístico. Me pregunté si los artífices habrían sido capaces de suponer que todo aquello sería contemplado para los restos como algo espectacular y que su obra sería un motivo más que suficiente para visitar la ciudad. A buen seguro que tuvieron que aguantar la lluvia sobre andamiajes de madera por el simple hecho de llevarle a su familia el plato caliente del día.
En la actualidad no le vendría mal un lavado de cara a la fachada de la catedral para limpiarle el musgo que verdea entre las sombras.






















A nuestra espalda se extendía imponente el Pazo (palacio) de Rajoy. (Ojo, nada que ver con el Rajoy del PP). En este edificio tiene su sede el gobierno gallego.
Me impresionó el sepulcro plateado, donde dicen que se yace el apóstol Santiago. Soy un poco escéptico sobre estas cosas, pues da la impresión de que los santos han ido dejando restos de su cuerpo por medio mundo: Que si el dedo impoluto de Santa Teresa; el brazo de Santa Tecla; en Coria, el mantel de la Ultima Cena, etc. No seré yo quien cuestione estas reliquias, pues está por encima de todo el respeto a las creencias de la gente. Al salir de la cripta donde se encontraba el sepulcro vi las las poleas y la maroma con la que mueven el botafumeiro.














Por otra parte, me resultó sorprendente ver langostas vivas y mariscos en los acuarios que a modo de escaparates de género mostraban los restaurantes. Igual que en Tarragona, pero en las calles centricas se prodigaban más. No me haría ninguna gracia ver arrancado el crustaceo del acuario para servirmelo en la mesa. Realizamos algunas compras y tras una buena pateada visitamos otros lugares de la ciudad.













También me dio la impresión de que los precios de los productos eran ligeramente más bajos que en Tarragona. Y por último, me percaté de que no había árabes, ni africanos. Supuse que la climatología no era de su agrado, o la escasez de fábricas les inclinó para buscar oportunidades en otros lugares más cálidos.

Regresamos a Tarragona y desde el aire pude admirar las blancas panorámicas que ofrecían las montañas nevadas al cruzar España. Salva