La frase del dia

05 noviembre 2009

El puente de San Polinario


Soy uno de los saurios que se arrastra cada día para sobrevivir. Te habrá sorprendido lo de arrastrarme, no es en sentido despectivo o peyorativo como pudiera parecer, pronto entenderás porqué.
Igual que cualquiera de vosotros, tengo mi pasado, mi infancia, esa que nos nutre en determinados momentos. Y creo que ahora es la ocasión propicia para que te cuente algo que acaeció en mi vida medio siglo atrás, lejano, irrelevante tal vez, hasta es posible que tu hayas vivido anécdotas más interesantes, sin embargo, las circunstancias han propiciado que aquel episodio hoy aflore para ti.
Intentaré hacértelo ameno, sígueme:
Yo vivía en una atalaya rocosa salpicada con robles que se elevaba sobre una planicie de viñedos. Más abajo se distinguían los cigüeñales en las huertas con sus hileras de frutales. El cauce del arroyo Fuente Buena discurría entre prados y cañadas jalonado por álamos de diferente tamaño.
El pueblo distaba a más de un kilómetro y desde mi roquedal sólo veía el tejado de la iglesia. En más de una ocasión me tentó la curiosidad por acercarme, pero era frecuente ver algún gato en busca de pájaros por el extrarradio y provocarlos no hubiera sido sensato.
No muy lejos de mi roquedal, en la otra ladera del arroyo, destacaba la cuadriculada geometría de una viña en un altozano próximo al camino. El dueño la visitaba frecuentemente. Un día descubrí que lanzaba sobre el camino restos de comida; tal vez porque era de los pocos campesinos que no tenía perro. Le observé durante los días siguientes hasta cerciorarme en qué momento los arrojaba.
Al cabo de varias semanas después ya había memorizado todos sus actos y cuando estuve seguro decidí acercarme. Lo hice por la orilla de un prado hasta llegar al ojo del puente donde el arroyo se descolgaba sobre negras pizarras. Ese era mi lugar predilecto para beber hasta que un tarde sucedió lo que te cuento.
Recuerdo que la mañana asomó con los rigores de un verano caluroso. El hombre cumplió con el ritual previsto, primero liberó al mulo de los arreos y éste marchó cabeceando entre las cepas hasta llegar al tronco de un cerezo rodeado de matojos. El dueño estiró la manta de la albarda y fue en ese momento cuando descubrí que no estaba solo, algo se movió entre los aperos, no era un perro, aunque tenía un tamaño parecido y no conseguí discernir qué podía ser.
Como otros días, al terminar, tiró los desechos del mediodía: corteza duras de queso, mondas de manzana y algo especialmente sabroso: las escamas y espinas del verdel en conserva. Fue un descubrimiento y me apliqué con voracidad pues también los pájaros revoloteaban ansiosos. Bajé hasta el regato y bebí. Luego regresé a mi atalaya sin perder de vista los movimientos que se producían en la viña.
En ese instante observé que un niño saltaba al camino. Mi curiosidad me exigió verlo de cerca y bajé.
“Papá, tengo sed” escuché decir al niño. “ ¿Quieres que vaya contigo?”, “No hace falta, ya soy grande” .
Bajó esquivando los guijarros y saltando sobre los pequeños “escalones” de las riadas que llevaban hasta el puente.
Me camuflé tras unos juncos y le observé exhaustivamente. Se puso de bruces sobre el agua y para verlo mejor estiré el cuello, mi cabeza se reflejó en el agua, él miró hacia arriba pero no me vio, aunque si escuchó el patullo que produje en la fuga. A los pocos metros me detuve y continué observando sin que él se apercibiera.
El niño volvió con su padre y éste le entregó algo envuelto en papel. Rasgó el envoltorio y dejó al descubierto una rebanada de pan y un trozo de mermelada de membrillo. Tomé precauciones y bajé por si también lanzaba lo sobrante.
“¡Papá!, otra vez me ha venido la sed” oí que decía el niño cuando yo cruzaba por el puente. “Vete al regato y espera un rato, no vaya a ser que vuelva otra vez.”
Saltó al camino y me vio. Se quedó petrificado. Alcé repetidas veces mi cabeza a modo de saludo y moví la cola con gesto juguetón.
“¡Papá, un bicho malo, una cosa fea no me deja pasar!”, gritó preso del pánico antes de romper a llorar. No daba un paso atrás, pero tampoco avanzaba. El hombre se acercó corriendo con la vara en la mano, y, ante tan sabuesas intenciones, huí otra vez.
Desde mi atalaya pude ver que el niño era incapaz de contener el llanto y cómo le indicaba al padre el lugar exacto por dónde yo había desaparecido. El niño estuvo tirando piedras contra la lastra grande como la rueda de un molino que estaba apoyada en un pequeño barranco pizarroso del que brotaban unas matas nuevas de encinas. Sí, eestaba en lo cierto, yo había escapado por la hendidura que había bajo la piedra.
Tuve suerte pues el niño comenzó a lanzar piedras por la hendidura hasta que el padre le llamó para regresar a casa.
Luego escuché cómo el padre trataba de enseñarle una canción: “Que bonita que es mi niña, que bonita cuando duerme, que parece una amapola entre los trigales verdes” repetía una y otra vez el hombre para que el niño memorizara letra y melodía. Al poco, los tonos ocres del atardecer se fueron adueñando del paraje y desde mi atalaya observé cómo las siluetas se perdían al contraluz malva del poniente.

Esta fotografía es anterior al suceso del relato. El del centro fue quién tuvo el encuentro.


Tres días después regresaron a la viña. No me atreví a acercarme. El hombre sacó unos cilindros más grandes que un puro de tabaco y los fue incrustando en la lastra. Al poco se oyó una explosión y la piedra quedó diezmada. Una nube de polvo se levantó tras el estruendo y cuando volvió la claridad y la calma observé que el niño seguía empecinado en lapidarme a toda costa.
Jamás volví en pos de los desechos, ni traté de inquietarles. Mi vida tomó nuevos derroteros y es posible que otro día te lo cuente. Hoy todo parece diferente y sé que muchos de mis descendientes gozan de ciertas comodidades y, según me han contado, hasta viven en casas donde les prodigan mimos y cuidados. Incluso tienen el honor de ser la mascota familiar en muchos hogares. Ya ves amigo con que facilidad cambian los tiempos.
Por eso tengo la sospecha de que me pasa como a muchos de vosotros: creo que nací demasiado pronto, o mejor dicho, en un tiempo equivocado.