La frase del dia

23 noviembre 2010

Sólo me quedan seis vidas



Con el paso del tiempo cambian las maneras de encontrar diversión por parte de la juventud. Tal vez por eso pasó lo que pasó.
Te cuento: desde mi habitáculo en el salón he visto imágenes temerarias en la pantalla del televisor. En ellas se veían jóvenes que saltaban desde acantilados hasta la superficie del mar, obnubilados claro está por la ausencia del temor que deja la inconsciencia de sus pocos años y el escaso conocimiento de las consecuencias del fatídico error. Luego escuché que uno de los “valientes” pagó su osadía con la muerte.
Y, continuando con esas diversiones cuyas “gestas”suelen colgar en Internet, vi también a otros “machotes” que se lanzaban desde los balcones de un hotel para hacer diana sobre la piscina en la planta baja.
Doy fe de que no me movió realizar gesta alguna. No. Si he de culpar a alguien es a la curiosidad que me domina y al el error conceptual que me produce el hecho de entrar o salir de un lugar, reconozco que nunca he tenido claro si cuando cruzo la puerta de un umbral o el alféizar de una ventana entro o salgo.
Esa ignorancia fue la causante de que me precipitase al vacío. Yo superé con muchos metros las marcas estúpidas de los mozalbetes, y no me congratulo por ello sino todo lo contrario. Fui un torpe y un patoso.
Que quede claro que no pretendía suicidarme, ni demostrar nada a nadie. Fue un accidente sin más. Hoy puedo contarlo y doy gracias a mis padres y a mis abuelos y a la evolución genética de nuestra especie.
No era la primera vez que me subía en aquel alfeizar y observaba cómo cruzaban las palomas rozando mi ventana. Esa mañana salté sin comprobar primero la estrechez que había entre el marco y la hoja corredera de la ventana. Al hacerlo me golpeé en la cabeza y perdí el control, por eso resbalé ayudado por la humedad que brillaba sobre el alféizar metálico y resbaladizo.
Y caí, seguí cayendo, no había toldos, tampoco tendederos, vi a dos mujeres que fumaban en una terraza y yo seguía precipitándome hasta no se sabe dónde. Extendí mis manos y mis patas como murciélago en vuelo, erice mi larga cola para que se abrazara al viento y sentí un estruendo brutal que convulsionó mis entrañas.
Quedé tendido y aturdido, me pregunté si aún estaba vivo. Un volcán de estrellitas nubló mi vista. Era ceniza fría. Miré hacia las alturas y vi a
las dos mujeres, una le dijo a la otra:
“Mira Juani, se ha caído un gato” .

Sentí que mis fuerzas se agotaban por momentos. Y fue ahí donde el dolor estaba en su fase más punzante y yo me dejaba acurrucar por el frío, cuando escuché voces familiares que gritaban desesperadas: “¡Sami, Sami!.

Subir y bajar de este árbol me hizo más fuerte
¡Ah! que alegría, pensé, estoy vivo y mis ojos de miel se humedecieron, no por el dolor que sentía sino porque necesitaba más que nunca aquellas caricias que tan bien conocía.
Luego me llevaron al veterinario que me hizo radiografías y le dijo a mis amigas que caer desde un séptimo piso y vivir para contarlo sólo estaba al alcance de un privilegiado. Tampoco creo que sea para tanto, digo yo, ¿O no?.

Aún perdura mi cara de susto

12 noviembre 2010

Anómalas casualidades

Ahí están, Sami y Zizou, compartiendo el espacio de la mantita azul, impensable días atrás

La amistad no tiene porque ser un sentimiento recíproco. Lo ideal es que así sea, sin embargo, en una verdadera amistad no debe haber medida de quién da más, simplemente se aporta cuando es preciso y sin necesidad de que se pida. Ahí es donde radica la verdadera pureza de un sentimiento que surge con hechos reales en la mayoría de los casos. Cuántas veces escuchamos a alguien que se lamenta tras una decepción: “Yo lo tenía por un amigo… y ya ves el resultado, no lo era tanto”.
Es difícil saber quién es un verdadero amigo. Por la red circulan muchos PowerPoint-s donde se funden preciosos textos de citas de sabios y pensadores ilustres, arropados con bellas fotografías.
Todo eso está muy bien y es un bonito para contemplarlo, pero cuando las cosas vienen torcidas es cuando verdaderamente se ve “cómo caza la perra”. En los momentos que el desamparo se cierne en torno a nosotros y quién te arropa sólo tiene el pago de algo tan intangible como el refuerzo de su dignidad, es cuando verdaderamente sale a flote la auténtica valía de ese sentimiento.
Tengo un amigo que cuando se refiere a algunas personas las define como medio-amigos. En cambio, otras veces, suele decir: “Sí, quieres decir fulano, pues sí, no es que le conozca, es mi amigo”. Y cuando tiene una relación de amistad vigente y autentica, entonces dice: “somos uña y carne”, o bien, emplea una argumentación más escatológica que no viene bien escribir literalmente en un lugar como este. Ante estos escalafones y peculiares definiciones tan “sui generis”, no sé en qué lugar me encontraré dentro de su amplio círculo de
amigos y medios- amigos.
Querido lector, te preguntarás adónde voy a parar con tanta palabrería. Quizá fatua para ti. Este oficio es así y cuando uno empieza a escribir normalmente sabe la apertura mas luego es el texto quien te lleva como potro desbocado que se sujeta con la rienda de la concisión y el freno de la brevedad.
Todo el preámbulo anterior viene a cuento porque me apetece compartir contigo el suceso curioso que me explicó este amigo, quien por cierto tiene una jerga rural muy peculiar y que he utilizado escribiéndola en negrita cursiva. Intentaré realizar un esbozo de la escena y del diálogo que mantuvimos para que entres en la historia:

Una noche sonó mi teléfono.
- Sí, dígame – respondí sin saber quién era mi interlocutor, pues no tenía las gafas que me ayudan con la presbicia y no veo con claridad lo que parpadea en la pantalla.
- Oye, cómo lo tienes mañana para tomar un café a primera hora.- al instante reconocí la voz de mi amigo Pau.
- En principio bien- respondí- aunque todo se pude complicar de repente. ¿Dónde nos vemos y a qué hora?
- En la cafetería de la última vez, más o menos sobre las nueve.
- Vale, de acuerdo, hasta mañana a las nueve.
Al día siguiente cuando entré en la cafetería lo vi sentado tras la mesa del fondo, como si quisiera tener controlada toda la visión del local. Nos saludamos y al tiempo que me sentaba pregunté:
- ¿Pasa algo?
- Grave o importante no, pero curioso sí.
- ¿Algún problema con tu ex?
- No, ni la menciones, solamente es una curiosidad, ni siquiera eso, es posible que al llamarte a esa hora te haya preocupado. No pasa nada, son las consecuencias de la confianza. Ya dicen bien:
tanta confianza da asco.
- Cuenta, cuenta – le animé.
- Pues fíjate cómo son las cosas. El sábado pasado, no sé si lo recuerdas pero hacía muy buena tarde, me dijo mi compañera que le apetecía dar un paseo por la Rambla. Y como el viernes me había pasado una anécdota, merced a mi recalcitrante despiste, decidí contársela durante el paseo. Yo ya sabía que me iba a venir un varapalo pero a veces uno no sabe de qué hablar y le dije:
“Ayer cuando fui a pagar el desayuno pase una vergüenza de aúpa. Metí la mano en el bolsillo y lo que yo creía que era un billete resultó ser el ticket del supermercado”. Mi compañera me dijo: “No sé porque te extraña, llevas el dinero sin ningún control y que yo sepa no es la primera vez que te pasa y supongo que tampoco será la última”
Yo aguanté el envite y añadí: mujer yo pensé que Jordi me los había cogido para salir de noche. Ya sabes que para él el fin de semana comienza el jueves. Pero cuando le pregunté me dijo que no había cogido nada porque se fue a jugar a fútbol sala con sus amigos...
-“ ¡¡ Mira!!”- exclamó de repente mi compañera, cortando mi explicación.
Miré hacia el suelo para ver la causa de su asombro, esperando encontrar cerca de mis zapatos una montaña de excrementos caninos, mas no vi nada. Ni siquiera pregunté dispuesto a seguir con el paseo.
- “¡¡En el banco!!”- insistió ella, dándome un leve codazo en el costado.
Y fue entonces cuando reparé en una billetera negra, abultada, que parecía disfrutar de la tarde sentada también en aquel precioso banco de mármol claro.
- ¿Qué hiciste?
- ¡Pues que iba a hacer?, echarle el guante. Un grupo de gente que venía vestida muy elegante vio como la recogía y me miraron con recelo pero yo aparenté naturalidad como si la hubiese olvidado instantes antes.
- ¿Contenía dinero?
- Sí, y tarjetas de crédito. Pero lo verdaderamente importante no es eso, sino la coincidencia. Me explico, el hecho en sí de que cuando aún no había terminado de contarle a mi compañera lo de la perdida del dinero apareciese como por encanto la cartera en el banco. Mira que había gente paseando para verla, pero tuve que ser yo quien me hiciera con ella.
- Suerte que tienes.
- ¿Tu crees?
- Hombre, Pau, no todos los días se encuentran carteras con dinero.
- No sé, me inclino a pensar que el de Arriba me tendió una trampa. O el Maligno, vete tu a saber.
- También pudiera ser.
- Y qué hicisteis.
- Una vez que vimos los documentos y fotografías que había en la billetera observemos la gente de las proximidades con la esperanza de ver algún rostro ansioso buscando su cartera. No había anotado número de teléfono alguno. Comprobamos que era natural de Rumania y mi compañera llamó a una conocida cuyo marido es rumano, pero no atendió la llamada.
- Al menos lo intentasteis.
- No sirvió de nada. Nos habría gustado encontrar al infortunado rumano y darle una alegría.
- Míralo de otro modo, quizá el azar quiso compensarte por tu anterior extravío.
- Eso es como un empujoncito para justificar una mala acción. La verdad es que el dinero no siempre produce felicidad. A veces trae inquietud, como en este caso. Por una parte piensas: el que yo perdí nadie me lo devolvió y éste parece caído del cielo. Y por otra: estás convencido que se es igual de ladrón por treinta que por trescientos. No sabes qué hacer. ¿O tú sí?, ¿Qué habrías hecho tú?
- Lamento no poder ayudarte, no estoy en tu posición, pues yo no perdí nada, tampoco quedé en evidencia a la hora de pagar el desayuno y por último no encontré la billetera. Aunque no es necesario que me cuentes el final porque a mi no me vas a engañar. Te conozco lo suficiente como para saber tu comportamiento.
Pau asintió con la mirada y me dijo: Anda paga los cafés que me dejé la cartera en la guantera del coche. Ya sabes aquel:
La zorra pierde el pelo pero no pierde el vicio
- Nunca cambiarás: me secuestras, aguanto tu cháchara, me rematas con tu jerga pueblerina y encima tengo que pagar. ¡Que morro tienes campeón!.