La frase del dia

04 junio 2009

Los encierros de San Bartolo


En el noroeste de Salamanca, se encuentra Aldeadávila, un pueblo enfervorizado con los encierros taurinos. Cada veintidós de Agosto a la seis de la tarde hace su aparición la magia esperada cuando se lleva a cabo el desenjaule del ganado bravo.
Al entrar en el prado del Rocoso llama la atención una escultura metálica negra y plana: un toro acomete a un caballo montado por un vaquero con su garrocha fijando al bravo.
Un muro de piedra que gana altura con tubo pasamanos fijado sobre robustos pilares circunda El Rocoso. Colindante al prado se extiende un pequeño embalse de agua que abastece las casas del lugar. Rocas milenarias, redondeadas y musgosas salpican el paisaje ancestral de ese paraje. No hay huertas, porque el terreno árido y rocoso no es propicio para ofrecer buenas cosechas, aunque en un tiempo no muy lejano sí se aprovechaba la poca tierra cultivable. Hoy todo ha cambiado y la agricultura ya no es el sustento vital de las familias.
El acto en sí del desenjaule se ha convertido en una tradición festiva de visita obligada, tanto para los vecinos como para los invitados de otros pueblos que acuden por el reclamo de ver la estampa de la torada. Tanto es así que ha conseguido el tirón popular de una cautivante romería, porque los toros en esta tierra, su tierra, forman parte de su historia.
Al llegar a las inmediaciones del Rocoso suelen producirse encuentros entre vecinos que llegan desde otras ciudades. Por eso se escucha por doquier la misma cantinela: ¿Que tal?, ¿Cómo estáis? ¿La familia bien? Nosotros bien…gracias.
Los forasteros que llegan alejándose del bullicio urbano observan extasiados el ganado bravo y tienen la ocasión de distinguir los pueblos portugueses de la franja fronteriza o contemplar el poniente malva que se esconde tras las colinas lusitanas al declinar la tarde. Y son conscientes que no muy lejos de allí hay otro país con otra historia. Tan cerca y tan lejos a la vez.
La tarde del desenjaule las aguas del estanque devuelven el reflejo colorista del caminar de la gente junto a la tapia del prado. Muchos son los que llevan la bolsa con la merienda, también un paraguas negro grande, que lo mismo sirve par un entierro en plena tormenta, que para una boda en la canícula de Agosto. Y hay quien camina blandiendo ridículas sombrillas amarillas de tiendas de “Todo a cien” con la cabeza de un dragón como empuñadura tallada.
Algunos muchachos van con sudados sombreros de paja o gorras publicitarias. En las mujeres son llamativos los pañuelos que cubren su cabello; son escasos los tacones y abundantes las zapatillas deportivas. Probablemente sea la tarde del año que menos pantalones femeninos cuelguen en el armario. No hay complejo que valga porque las dietas y las modas se quedaron bajo el letrero anunciador a la entrada del pueblo y allí esperarán hasta que terminen las fiestas. Todo tiene cabida, por muy esperpéntico que sea, todo vale para mitigar los últimos coletazos de un sol de justicia.

A la hora taurina de las seis de la tarde llega el camión con los verdaderos protagonistas de las fiestas de San Bartolomé (San Bartolo para los nativos, pues la campechanía es un valor natural de esta tierra y por muy santo que fuera no se iba a librar de un mote popular).
Conviene zambullirse en el tiempo para ver la evolución de los encierros y así poder entender el arraigo que cala siempre en las distintas generaciones que tienen el placer de disfrutarlos.
Me contaba mi padre que hubo un tiempo en el que los “medidores” organizaban las fiestas tras llegar a un acuerdo con el ayuntamiento. La medición era la tarea que aceptaba una familia y que tenía como misión prioritaria calibrar el peso o la capacidad en todas aquellas ventas o tratos donde hubiese que medir cántaros, fanegas o lo que se terciara. Una porción mínima del género era el pingüe beneficio que quedaba para el medidor por su trabajo.
Cuando llegaba la primavera, “los medidores”, visitaban alguna ganadería con el propósito de elegir las reses “Pa las fiestas del toru, pallá pal venticincu dagostu”, en esta jerga se lo recalcaban al mayoral de la dehesa.
El mayoral cumplía lo acordado y montado a caballo llevaba el ganado desde la dehesa hasta el prado, cruzando pueblos y caminos, sin más garantía que la otorgada por su experiencia y la encomiable ayuda de sus vaqueros.

Cuentan también que en cierta ocasión la mocedad no estaba contenta con los “medidores”. Por eso cuando terminó la carrera del encierro los mozos expulsaron a los toros de la plaza.
Con el paso de los años se fue alternando la ubicación del prado, aunque la ciudadanía nunca ha sido partidaria de las variaciones. Cualquier modificación en el programa de festejos puede originar entre la población una quimera de final incierto. Se palpa en las tertulias que la tradición es sagrada. No importa que en otros pueblos del contorno sí se hayan producido cambios en actos y horarios.
Tal vez, porque lo añejo, aquello que se anquilosa en el tiempo, como el vino que reposa en las bodegas de la Ribera, adquiere más valor cuanto más poso crea. Esta tierra tiene un apego singular, algo emana en ella que la hace diferente. Bien pudiera ser por el carácter de su gente hospitalaria y el arrojo que pulula por las calles como sello de identidad de una tierra tranquila y perezosa ante los vaivenes de otros lugares.

Conviene reseñar que aparte de anunciarse en el programa la hora de comienzo del desenjaule, siempre suele haber el típico vecino, ansioso por la gloria de las primicias, que asegura haber visto el camión que trae al ganado en algún punto del trayecto. El camionero y sus ayudantes realizan varias paradas durante el itinerario. Costumbres supersticiosas porque lo que llevan en el camión no son fardos, sino algo muy serio que coquetea con la muerte. Podríamos decir que existe cierta similitud existencial entre los novillos y los vaqueros que les custodian. Los primeros recibieron todos los cuidados con el objetivo final de llegar a los carteles de las grandes ferias y acaban muriendo en plazas irrelevantes. Por su parte los vaqueros, en otro tiempo maletillas que dormían con la miseria y alimentaban el hambre con el sueño del triunfo y el dinero a raudales, tuvieron que claudicar y conformarse con un trabajo de peón en la finca del mayoral que antaño les perseguía.
Cuentan también como curiosidad que el párroco de Balsalabroso era un experto vaquero; y no veo nexos de unión entre la vocación eclesiástica y correr a caballo en los encierros.
Es de dominio público que el camión enjaulado suele estacionar durante unos minutos en la plaza del abrevadero del pueblo anterior, Zarza de Pumareda, a cuatro kilómetros del Rocoso. Durante la parada, el chófer y sus ayudantes suelen tomar un refresco en la cantina del pueblo. Su presencia en aquel lugar corre de boca en boca como un reguero que traspasa los pueblos.
Mi padre me contó que hace unos años la gente acudió como siempre para ver los novillos. Esa tarde poco antes de que el camión estacionara y los operarios municipales instalaran la plataforma por la que bajaría el ganado, cualquier lugar que permitiese obtener una amplia visión del prado era ocupado.
Aquel día el suceso ocurrió en un prado normal, es decir con las paredes de piedra habituales, quizá sin la altura suficiente y segura que requería la ocasión. Las rocas y paredes de las fincas cercanas eran un hervidero colorista y alegre de gente acomodada sobre toallas o mantas, porque las piedras a esa hora todavía quemaban. No primó la seguridad de la integridad física sobre la posibilidad de una mejor visión del prado.
Por eso, las rocas de poca altura eran ocupadas por gente mayor y también por aquellos que llegaron tarde y no encontraron otro acomodo mejor. Ya pastaban en el prado los bueyes que convivían con los toros en la dehesa. Algunos jóvenes esperaban a una distancia prudencial dentro del prado, ignorando los carteles que prohibían el acceso al interior. Los guardianes “armados” con garrotes y cayados ordenaban a los intrusos que salieran del pasto, pero éstos no estaban por la labor de hacerles mucho caso y esperaban hasta ser descubiertos por el toro para disfrutar de la emoción y el peligro de la segura embestida. Luego, tras una breve carrera y un salto certero se encaramaban sobre la pared y el toro corría raudo atraído por el engaño.
A simple vista era evidente que las paredes del prado no ofrecían mucha seguridad. Circunstancia que quedó patente cuando un grupo de mozalbetes cayeron algunas piedras de la pared y dejaron aquel tramo desguarnecido y sin tiempo para restaurarlo.
El primer toro que descendió por la rampa buscó ansioso la vereda que podía devolverle hacia la libertad de su dehesa. Un grupo de espectadores acomodados sobre una roca de escasa altura vieron aterrados como el animal enfilaba hacia ellos.
“Vienin pa nusotrus porque tienis un jersei colorau” dijo un hombre, a una muchacha que vestía una camiseta rosa. Y allí delante, justo en el lugar dónde los mozalbetes habían derribado parte de la pared, el toro soltó un gañafón que levantó una polvareda cuando las piedras rodaron por el suelo. El novillo quedó aturdido y a escasos metros del grupo del bromista y la muchacha. Si el animal embestía podía hacer una carnicería. Entonces, el gracioso, lleno de pánico, gritó: “¡Tapai a la rapaza! ¡Que el toru no la vea! –gritaba, justificando su miedo- ¡Tapaila! ¡Por Dios que no la vea!” – imploraba casi rezando.
El toro saltó y los demás le siguieron a campo traviesa. De nada sirvieron los vaqueros y sus gritos coléricos para detenerlos.
La gente no tomó el accidente como un percance. El miedo es libre y para algunos el hecho de saber que los toros andaban sueltos les obligó a quedarse en casa. Sin embargo para otros aquella fuga era una prolongación de la fiesta.
Minutos después, para saber el lugar por dónde pasaba la torada en la lejanía, bastaba con observar las paredes de las fincas con gente subida encima. Aunque, la señal más evidente y precisa del lugar por donde pasaban, lo indicaba la gente hacinada en los bajos de las torres de alta tensión, haciendo caso omiso del rótulo rojo, donde se advertía del peligro de morir electrocutado. Tres mozos apurados subieron en un árbol nuevo que no soportó el peso y sus ramas doblaron a escasos metros de los astados. Por fortuna los toros se alejaron y la inconsciencia de los mozos quedó como un episodio más para comentar después en los bares del pueblo.
Un señor que prefería verlos más tarde sin el agobio del público, avanzaba tranquilo por un camino de altas paredes ignorando lo acontecido en el prado. No pudo reaccionar al verlos de frente. Cuentan que el hombre subía y bajaba entre los arbustos y escobas que jalonaban el camino. San Bartolo acudió a protegerle e hizo que aquel cuerpo zarandeado cayese encima del techo de un auto aparcado allí. Todo quedó en un susto morrocotudo, una breve estancia en el hospital y el dolor pasajero de unos golpes contundentes para el recuerdo.
Durante esos días las huertas estuvieron abandonadas ante el temor de que apareciese un novillo ávido de comer lechugas o tomates tiernos a la sombra del cerezo.
El día de San Bartolo se rinde culto al patrón con misa cantada por el cura y la colaboración de otros sacerdotes hijos del pueblo. El sonido del tamboril y la dulzaina abren la solemne procesión por las calles. Cohetes estruendosos cortan el cielo y toda la fauna doméstica permanece asustada, escondida y callada.
Al llegar la noche las carrozas de ingenio casero le dan un tinte surrealista a la avenida principal del pueblo. Flashes y cámaras disparan sobre los disfraces de los concursantes. Un poco más tarde, en la plaza, a ritmo de swing, la comisión municipal entrega los trofeos de las competiciones deportivas entre los gritos y bravatas jubilosas de los campeones.
La presentación de la reina de las fiestas y sus damas abren la verbena que se alarga hasta altas horas de la madrugada en la noche más larga.
En las gradas de la talanquera la chiquillería salta en una esquina. Los ancianos sentados observan el movimiento del personal sobre la arena. Toquillas y chaquetas finas, toallas y mantas pequeñas protegen de la brisa los arrumacos de los amores nuevos en la talanquera.
La mesa de sonido de la orquesta con un flexo iluminando la botonera indica que el baile está a punto de empezar. Un tipo con pelos rastas y ojos legañosos maneja un cañón de seguimiento luminoso. La gente tropieza con la manguera de cables que llega hasta el escenario. “¡Quitai esta goma que estorba pa bailar!” reprocha un paisano a los técnicos de la orquesta.
Una abuela baja de la talanquera apoyándose en una muleta. La sigue el abuelo con una boina negra y un pañuelo rojo anudado en el cuello. Felices como dos pipiolos porque su nieta está entre las más bellas. Un lento paseo saludando a los vecinos acorta el trayecto hasta su casa, dos manzanas más arriba en la calle Corredera.
La plaza se va despejando. Una pareja se esmera en aplicar los recientes conocimientos de baile de salón, que aprendieron durante el invierno en el local de la asociación de vecinos del barrio. Y cuando la noche transita en los albores del alba, todos se hacen eco del bolero que la orquesta canta: “Detén el tiempo en tus manos, haz esta noche perpetua, para que nunca se vaya de mí, para que nunca amanezca”.
Suena un cohete potente que anuncia las ocho de la mañana, la hora del apartao. La gente espera subida sobre la tapia del Rocoso sin preocuparse mucho de la brisa mañanera que aprieta de veras. Al instante, los cuatro vaqueros con sus garrochas y sus caballos enjaezados entran en el prado. Los novillos levantan el cuello en actitud retadora, mientras los jinetes comentan la táctica a seguir durante el apartao. Los bravos forman un grupo compacto al abrigo de los bueyes. Los alazanes merodean al trote cercando a los astados y tras varias intentonas consiguen desgranar la manada y apartar los cuatro novillos y los cuatro bueyes del encierro.
Rápidamente la gente se descuelga de la valla y apura el paso por el camino arcilloso que lleva hasta la plaza. Hay espectadores que vuelven en coche para llegar a tiempo de encontrar acomodo en las talanqueras.
Existen tres lugares que son referentes de distancia durante el trayecto: la torre de la iglesia, en cuyo lateral se apoya la talanquera grande, la de abajo; el pilar de San Marcos, la fábrica de aceites y la calle Corredera, que termina en la talanquera de arriba, donde están ubicados los chiqueros.
Suena el cohete que indica el inicio del encierro. Al salir del prado, dos caballistas se sitúan delante y los otros dos en la retaguardia. Un grupo de vecinos, a ratos caminando o en cortas carreras, mantienen la distancia, girando la vista de tanto en tanto para no llevarse algún sobresalto. Por el camino ancho y arcilloso se escucha el tintineo de los cencerros que penden del cuello de los bueyes. Desconocen los novillos que es su último paseo, pero marchan confiados al amparo de los bueyes, como niños a la vera de sus padres.
En la calle Corredera, una cuadrilla de mozos con sombreros mejicanos, simulan correr y gritan a coro: ¡Que vienin! ¡Que vienin! La trampa provoca el efecto dominó: mujeres, muchachos y recientes jubilados se precipitan calle abajo, dando cuerpo al primer tropel.
Abuelos sexagenarios cruzan la plaza con una tranquilidad que exaspera a sus familiares. Se nota que la noche ha sido larga en los ojos de la gente que deambula sobre la arena de la plaza. Las gargantas están rotas y se escuchan voces taberneras en rostros de princesas. La charanga “Los Marinos” interpreta Amparito Roca, pero el público exige una jota. Un tipo vestido con bermudas, camiseta blanca y una gorra azul, cruza la plaza, llevando en las manos varios vasos llenos de chocolate y un paquete grasiento de churros; después se los da a una señora que espera sentada en la primera fila. Suena la jota y la gente baila sobre la arena. El de la camiseta blanca entrega el celular, las llaves del coche y el reloj a una mujer que tiene una video-cámara sobre el regazo, “A ver si me grabas esta vez, entraré por la derecha, al final del tropel” le dice, antes de marchar hacia la Corredera.
La gente de las talanqueras mira hacia las ventanas del campanario. Allí arriba, varios muchachos escudriñan el camino blanco que corta la loma en las afueras del pueblo antes de llegar al pilar de San Marcos. Observan cómo el grupo de caminantes de avanzadilla se disgrega, unos apuran el paso con escasas esperanzas de entrar en la plaza, otros trepan sobre las paredes que cercan el camino. Los vigías del campanario ya distinguen la polvareda que levantan toros y caballos en plena carrera. La gente se percata de que desde el campanario señalan un lugar en la lejanía. Al instante, suena la campana, no es un tañer solemne, el sonido trae parejo la emocionante realidad de que faltan escasos minutos para que la torada esté dentro de la plaza.
El corredor de la camiseta blanca saluda a algunos corredores que encuentra cada año y a esa hora en la Corredera Allí, realizan estiramientos sobre una de las vallas que tapa una travesía.
Al llegar al abrevadero, los novillos olisquean alrededor del brocal y se deciden a beber cuando los bueyes sumergen el morro.




Los caballistas se sitúan detrás y el grueso de corredores espera delante de la fábrica de aceite, donde empieza el casco urbano y el firme de la calzada está cementado
Las huertas de altas paredes que hay entre las viviendas están repletas de gente que grita y exige prudencia, o la salida inmediata, a los conocidos y familiares que pasan en carrera. Los caballistas azulan a la torada y, cuando asoman las primeras reses en la última curva antes de la Corredera, un vecino desde un balcón suelta un explosivo chupinazo cuando apenas quedan trescientos metros para llegar a la plaza, donde la riada de gente entra apretada dando forma al segundo tropel. Desde las talanqueras, los espectadores buscan la presencia de sus familiares o amigos entre los corredores.
Entretanto, en la esquina de la Corredera, los corredores saltan hacia arriba para ver y calcular la distancia que les separa de los toros y se precipitan a tumba abierta hacia la plaza. La campana tañe con más premura que nunca. Se oyen gritos, se reprochan codazos, se pide calma: “¡Tenemos tiempo! ¡No empujéis! Un resbalón, invadir el imaginario carril del costado, puede originar una caída, que puede convertirse en montonera con fatales consecuencias. Por delante el polvo de los corredores anubla la puerta de la plaza. El ruido de los cascos de caballos se escucha detrás del cogote, pero no hay tiempo para mirar hacia atrás. Sólo correr y correr, con aplomo y seguridad en la entrada de la angosta puerta. El de la camisa blanca se percata de que los que le preceden aminoran la marcha debajo de la puerta, porque hay un inconsciente que quiere ver hasta el último momento el morro de los astados. Al final, y tras algún empujón, el tipo deja paso pero es demasiado tarde. El de la camiseta blanca, al rebasar la puerta, se abre hacia la derecha y los cuernos de los astados pasan a su lado. Se escucha el grito desgarrador de la gente. Un hombre es alcanzado en un derrote y vuela en el aire como un muñeco de trapo. El de la camiseta blanca corre con todas sus fuerzas, buscando el hueco que le facilitan entre los palenques la solidaria gente de la talanquera de abajo. La caída dejó inconsciente al corredor alcanzado que es retirado de la plaza entre gestos de preocupación de sus portadores, mientras la gente ve el bamboleo inerte de la cabeza del herido, y se disparan los comentarios catastrofistas en los tendidos. Después corre de boca en boca el tranquilizador parte del galeno: “Solo es la conmoción que le produjo el caer en tan mala posición”.




Desde la talanquera, la familia del corredor de la camiseta blanca, le reprocha haber entrado tan apurado. El corredor junta las manos a la altura del pecho y les pide perdón, pero su padre, un anciano de ochenta años, sonríe feliz y altanero porque el niño que antaño lloraba cuando no veía entrar corriendo a su papá, ahora había sido capaz de cruzar España, desde el Mediterráneo hasta Portugal para disfrutar de tan arraigada tradición.