La frase del dia

06 septiembre 2021

El Pañuelito

 

Quién me iba a decir a mí que volvería a ver el río cómo cuando vine con mi abuela aquella tarde treinta años atrás, a mediados de agosto, en la víspera de la boda de mi tía Florencia. El paisaje que ahora contemplo ya no es igual. Aquella tarde habían brotado los viñedos y verdegueaba toda la ladera. Ahora todo está lleno de matojos y algunas cepas se resisten a morir. Las lomas y los cerros mantienen idénticas siluetas y hoy la primavera todo lo engalana. Es un privilegio para mí ver este insultante colorido silvestre y escuchar el canto de la alondra macho mientras asciende volando en círculos para atraer a la hembra. Estas vivencias son un verdadero deleite para quien tenga la suerte de contemplarlas como las observo yo. Va cayendo la tarde, cierro los ojos para sentir la caricia tibia de los rayos del sol y dejo que mi mente recuerde aquel día: ver desnuda a mi abuela me hizo mucha gracia y mucho miedo cuando la vi entrar en el río, sabía de mi temor y se burlaba zambulléndose y apareciendo de repente para mi infantil alivio.

   El año pasado, cuando abuela tuvo conocimiento de la crisis por la que yo estaba pasando, después de la decepción de mi novio y mi estrés laboral, le faltó tiempo para llamarme: “Carla, hija mía, vente a Fermoselle y deja ese trabajo, con mi paguita podemos vivir las dos tan ricamente porque yo no gasto nada. Mi niña de todo se sale, si lo sabré yo. Ven y después cuando estés curada te vas”. Tuve claro que su presencia sería la mejor medicina. Mis padres no se opusieron, pero me advirtieron sobre las carencias que encontraría. “La soledad y el silencio son buenos cuando los puedes elegir, es como todo, la lluvia es bonita si no es continuada, la nieve también cuando es pasajera, pero cuando se agranda y tapona las puertas de las viviendas es un suplicio —dijo ella, y mi padre remató—: allí el invierno es duro, la abuela no tiene calefacción, el brasero y la lumbre te calientan las piernas, pero la espalda se congela. En la cama las sábanas parecen mojadas, sin trabajo y sin amigos, con poca o ninguna vida social, dudamos que puedas aguantar.”

   Hablé con el jefe del gabinete donde trabajo como administrativa y me propuso dos alternativas, dar por buena mi petición de excedencia anual, o aceptar su idea del teletrabajo. Esta opción era la mejor si lograba convencer a mi abuela para instalar internet, aunque todo el gasto corriera de mi cuenta. Al quedarse sola, cuando murió el abuelo Quinino, fue una odisea conseguir que pusiera el teléfono. “Eso es para ricos, yo nací pobre y moriré pobre” argumentaba con el amor propio que la caracterizaba y la tozudez de mujer sabia. Ver las primeras imágenes en el telediario sobre la pandemia en Italia precipitó el viaje hacia el pueblo.

   Una semana después de llegar a casa de la abuela me instalaron internet y esa misma tarde envié un mail a mi jefe. Me regaló tres días de vacaciones para que pusiera todo en orden. La primera semana todo parecía ir normal en apariencia, pero la abuela tenía pequeños lapsus de memoria que me preocuparon y más cuando comprobé que trataba de disimular. Ahora es al revés, vive en “permanente viaje” hacia el olvido y fugaces retazos de cordura.

   Abandono mi rincón en el extremo del puente. Seguro que la abuela espera en la puerta y no sé qué identidad me pondrá hoy. Por ella he conocido a Nacho, el hijo de los vecinos de enfrente, quien se prestó voluntario a cuidarla durante mis escapadas por los caminos que rodean al pueblo. Nacho es diferente, ni guapo ni feo, ni alto ni bajo, servicial, amable, desborda romanticismo cuando se pone a cantar los boleros de Armando Manzanero acompañado de su guitarra con una mirada que me cala las entrañas. Luego me cuesta encontrar el sueño y su expresión va y viene en mi mente a pesar de que trato de ignorarla. La abuela en uno de esos momentos de lucidez me dijo que era rico porque trabajaba en un banco. 

Suena una llamada en el móvil, la pantalla parpadea el número de Nacho.

   —Hola —dice y añade—: todo bien, tu abuela hoy tiene el día excelente, solo ha habido un momento que su mente cayó, ahora estamos ensayando una canción para dedicártela.

   —Gracias, no sé cómo podré agradecértelo.

   —Muy fácil, un beso no cuesta dinero, sabes bien que soy tímido y cara a cara no me atrevo a decirte lo mucho que te quiero. Espero que no te molesten mis palabras, si así fuera solo tienes que decírmelo y trataré de olvidar lo que acabo de decir… —y, tras mi silencio cortó la llamada.

   Abro la puerta del coche y me acomodo en el asiento. Esta declaración a distancia me descoloca. Mi cuerpo se deja llevar por un sentimiento extraño en una mezcla de sorpresa y felicidad interior. Al subir el puerto el coche avanza despacio y, mientras mi vista se recrea en el paisaje, percibo un placer nuevo como aquella tarde treinta años atrás.

  Aparco en la sombra de la iglesia de nuestra señora de la Asunción y recuerdo que cuando vivía en Madrid y dejaba el coche en la calle, mi padre bajaba y en una especie de ritual daba un par de vueltas alrededor del auto para ver si había dejado a la vista algo que llamara la atención a los ladrones. Aquí no existe ese problema y enfilo con mi mochila a la espalda hacia la casa de la abuela. No puedo evitarlo, estoy nerviosa. ¡Vaya! Veo a Nacho sentado en un taburete y mi abuela en la mecedora. Nacho toca los acordes del tango “El pañuelito”, de Carlos Gardel, mientras la abuela lo canta. Espero escondida en la sombra tras la esquina unos instantes y pienso que a veces las coincidencias pueden ser augurios de buena nueva, ese tango es la canción que mi padre suele poner con mucha frecuencia. “Ya está” escucho decir a Nacho, al tiempo que alza la mano para chocarla con la abuela como dos colegas.

   —Hola —saludo al llegar y veo que mi presencia provoca en la abuela un rictus extraño, como una sonrisa forzada, sé que la alegría de verme la trasportó a la ausencia de su enfermedad. Nacho me mira con complicidad porque sabe qué está pasando y trata de aparentar naturalidad con la esperanza de que la “ausencia” sea pasajera.

   —Mientras tú fuiste al río te hemos preparado una canción que tu abuela me enseñó —dice Nacho con una expresión de ternura que acompaña acariciándole la espalda y me mira con un brillo que tapa el miedo y la valentía. Ella me observa como si fuera una intrusa que le robó lo mejor de la tarde.

   —Joaquín ¿Quién es esta moza? —pregunta a Nacho que en ese momento es para ella su difunto marido, el abuelo Quinino.

   —Una chica muy guapa que quiere escuchar como cantas “El Pañuelito”. Ha prometido que si lo interpretamos bien me acepta como novio —dice, mientras me hace un guiño y sonríe.

   —¡Soy tu nieta Carla! —le digo alzando la voz como si así pudiera devolverla al mundo real.

   —Carla, Carla… —repite y me mira con descaro.

   —Ven, vamos a un lugar donde podremos disfrutar de un bonito atardecer —añade Nacho, cogiéndola de la mano para que se incorpore, al tiempo que cruza la guitarra en la espalda —¿Te importa? —me ofrece por primera vez la otra mano. Acepto y percibo en el contacto la humedad del nerviosismo—¿Me perdonas si te ofendí? —pregunta. Sonrío negando y aprieto su mano.  

   La abuela sube la calle mirando hacia ambos lados hasta que nos acomodamos los tres sobre la hierba del suelo en las ruinas del castillo de doña Urraca, igual que en tarde anteriores, pero esta tarde tiene un cariz diferente. Enfrente, el sol amaga en la huida y borbotea entre nubes rosadas que tratan de arroparlo en la despedida. Nacho afina una cuerda de la guitarra y empieza a cantar:

“Este pañuelito fue compañero del dolor, cuántas veces lo besé por aquel perdido amor...”  Y continúa desgranado los versos de la canción. Cierra los ojos y se deja transportar por el sentimiento que le produce la canción. Me acerco y le doy un beso sonoro en la mejilla, él se bloquea y, aunque suena la guitarra, su voz calla. Es entonces cuando aflora el milagro donde la historia descansa en un atardecer vestido de magia que trajo a la abuela de vuelta a la realidad cuando la escuchamos cantar:

El noble pañuelito en mi penar, ha sido confidente de mi pesar, y acaso impida que nunca en la vida te pueda olvidar”

  Nacho y yo aplaudimos sabiendo que ese momento es irrepetible.

   —Gracias, jamás olvidaré este atardecer. Te quiero —solté, abrazándolo para ocultar mis lágrimas de felicidad.

   —Vaya dos tórtolos —dice la abuela—. Ya sabía yo que este mozo estaba tontito por ti. ¿Nos vamos? aquí arriba hace relente y luego el reuma me pasa factura. 

   Y los tres nos volvimos a coger de la mano para bajar porque al día siguiente el amanecer traería el color de la felicidad.

                                                          


30 mayo 2021

A pesar de todo, agradable despertar




 

Son las 8 de la mañana del domingo 30 de mayo. En la radio dicen que han matado a una mujer en Alovera (Guadalajara) y que ya son 15 en lo que va de año, y me pregunto: ¿Qué razón puede albergar tanta crueldad entre personas que decidieron un día, repletos de felicidad y alegría, compartir la vida en la salud y en la enfermedad hasta el final de sus días? Lo triste de todo esto es que la frecuencia de este tipo de sucesos los llegan a convertir en algo rutinario. Detesto con mucha más fuerza, que la que emplean esos cobardes, este tipo de conductas. Siempre he pensado que agredir es el reflejo de una carencia, pero hacerlo cuando se es consciente de una superioridad es la más vil e infame cobardía. Asqueroso, como diría mi madre, quién esta mañana ha hecho que me ponga a escribir.

   Desde mi balcón se nota que es domingo porque apenas pasan coches por la avenida. En cambio, las gaviotas que llegan desde el puerto revolotean entre los bloques y una llovizna pertinaz se descuelga acharolando el asfalto y abrillantando las líneas blancas del paso cebra. Tras las montañas del horizonte parece que va a romper la luz del sol y todo el cielo está henchido de nubes blancas en completa calma.

   Abro el teléfono y veo un whatsapp de mi hija Sara y pensando que es un video de mi nieto Nacho lo abro. No, es un enlace del diario digital de Salamanca “Arribes al día”, en cuya portada, dentro del apartado de comarcas, sale el rostro de mi madre vestida de charra. Había visto una foto parecida donde ella bailaba sobre un escenario al aire libre, y si no recuerdo mal, creo que en la localidad de Ciudad Rodrigo. Dicen que bailaba bien, a mí me daba un poco de vergüenza cuando ella bailaba y mi padre cantaba. Cuánto me arrepiento de haber sido tan inmaduro para no saber valorar en su justa medida ese carácter afable y alegre que ambos poseían. La vida después da muchas vueltas y, aun sabiendo que entono mal, si alguien me acompaña pierdo el ridículo y me lanzo a cantar. 

   Mi madre se llamaba Manuela y falleció el 7 de Noviembre del 2014, en la fotografía que precede a este texto se la ve seria, pero seguro que se puso así para la foto, o el fotógrafo supo captar ese instante. Siempre fue una niña, juvenil, noble y dicharachera, si ya era octogenaria y se montaba en el dragón Khan de Port Aventura. Trabajando era un torbellino inagotable y nos exigía la misma energía que ella mostraba. A veces, muchas, yo compadecía a mi padre pues tenía en casa un sargento chusquero a la hora de planificar los trabajos del campo, y nada se le podía reprochar porque predicaba con el ejemplo. Hoy al verla en el diario me ha regalado un bonito despertar y un poco de tristeza porque se quedaron en el camino muchas preguntas que hoy me ayudarían a elucubrar historias de su época. Y eso, por mucho que quiera, ya no tiene remedio. Me consuela saber que allá donde está habrá pensado: ¿Qué creíais que porque estuviera muerta no buscaría la manera de volver a vuestras vidas?

A lo que yo apostillo: quererte fue tarea fácil, olvidarte, Manuela, tarea imposible.











22 abril 2021

Las noches mágicas de sant Magi

Ayer nos acercamos con mi nieto Nacho a ver el galeón Andalucía (Siglo XVII) atracado en el puerto de Tarragona; un buque mercante, provisto de cañones para su defensa contra la piratería; en un insultante contraste con los yates de los petrodólares (desconozco cuál es el calificativo que pueda describir tanto lujo) en el recinto privado del muelle.

   Mientras observaba el galeón en su interior, mi mente se dejaba llevar por senderos de vacíos culturales al tener allí mucha historia para novelar y pensaba que ojalá pudiésemos tener dos vidas para realizar cuanto en la presente se queda en el camino. 

   Asl estaba yo divagando cuando...

   —¡Hola Vicente! -me saludó un excompañero y amigo del trabajo (Algunos me llaman Salva y otros por mi apellido). Los años le habían puesto lentes y en un primer instante no le reconocí.

   —He visto en faceboock un vídeo de vuestra actuación en TVE, que gracia me hizo —comentó.

   —Sí, están pasando videos de actuaciones grabadas en VHS a CDs. Ayer noche vi una de la verbena de sant Magi —añadí.

   —Pues cuélgalas. Eran verbenas divertidas y alegres —sugirió Alfredo.

   En aquel tiempo siempre antes de empezar la temporada me preparaba físicamente corriendo por la zona del río para que mis piernas soportaran tantas horas de matraca. Hubo una tarde que en plena carrera noté un dolor punzante en el muslo diestro, pensé que era muscular y que con descanso todo volvería a la normalidad. 

   La citada verbena sobre la que va este relato, en la que actuamos muchas noches, se celebraba y celebra el 18 de agosto. Era una fecha en la que nuestro grupo, Odisea, regresaba de una pequeña gira por Teruel, Huesca, Lérida o Barcelona y llegábamos con buen rodaje y automatismos memorizados. Justo es reconocer que en mi trabajo jamás pusieron traba alguna para adecuar mis vacaciones a esas salidas.

  Días antes de iniciar la gira llevé a mi familia hasta Salamanca y reposé allí dos días con la esperanza de que aquel dolor en el muslo disminuyera. Me apreté fuerte una venda y emprendí el regreso a Tarragona porque al día siguiente teníamos la primera actuación. Ya de noche me detuve en Tarazona con la intención de comunicar a la familia que pronto entraba en la autopista. No fui capaz de estirarme para introducir la moneda en el teléfono de la cafetería. Los clientes me miraban como a un bicho raro, caminaba encorvado igual que el jorobado de Nötre Dame. Como buenamente pude me acomodé en el coche y continúe ruta con una velocidad moderada. El sueño empezaba a coquetear con el cansancio y decidí salir de la autopista en Lérida porque la carretera exigía menos relajación. Como a unos setenta kilómetros de Tarragona me quedé sin gasolina, en un paraje tenebroso donde no se avisaban alumbrados ni lejos ni cerca. Me situaba en pie, por decir algo, casi en el centro de la carretera, cuando a lo lejos distinguía el resplandor de los faros de algún auto, pero al verme orillaban desconfiados por temor a que fuera "la chica de la curva" disfrazada de jorobado. Al fin, se detuvo un automóvil en el que marchaba una familia de buen aspecto. El hombre no quiso aceptar el dinero que le ofrecí para que me trajera gasolina, pero aseguró que volvería, nunca regresó.

   Mientras esperaba, se detuvo un coche y bajaron tres tipos cuyas siluetas no trasmitían mucha alegría..."Tal y como estoy, atraco a la vista y posible paliza", pensé.

   Todo lo contrario, me llevaron hasta Montblanch y un señor me trajo hasta mi coche. Estaba tan agradecido y contento que, dada la hora, le pedí que marchara. Como había dejado encendidas las luces de emergencia mientras fuimos a la gasolinera de Montblanch, el coche se quedó sin batería y sacando fuerzas de donde no había, intente subirlo a empujones en tarea inútil e imposible. Un buen samaritano me ayudó y pude llegar a Tarragona para dirigirme a Urgencias, en el hospital Juan XXIII. 

   Durante la gira mis compañeros me cuidaron porque mi cara y mis gestos delataban lo que estaba sufriendo. Y lo hacía porque suspender aquellos bolos era un problemón, tanto para los representantes como para los pueblos, y además un perjuicio económico para todos incluido yo.

   Antes de cada actuación me subían en volandas y me encasquetaban en el asiento de la batería y de allí no me bajaban hasta que la sesión se terminaba.

  ¡Qué sabrosos estaban los bocadillos de jamón en un bar de Bujaraloz, a pie de carretera! Tal vez porque después de tanta curva desde Caspe (Zaragoza), solo faltaban treinta kilómetros hasta la autopista que nos llevaba a casa para actuar en la verbena de nuestra ciudad.   

   Esa tarde a la hora de montar el equipo nos sorprendió el enorme escenario con rampas que cubría la fachada del ayuntamiento. Nos dijeron que al día siguiente actuaba allí Joan Manuel Serrat. Mi familia estaba en Salamanca, mi casa vacía y mi margen de maniobra reducido por completo. Mientras situaban los equipos en el escenario, creo que no debí andar muy lejos de batir el record de hamburguesas que una persona puede comer, las que un compañero me trajo del franfurg Doria, situado al final de la plaza. Tras los primeros compases de la presentación, la magia de la música aplacó el dolor. Aquella negrura de cabezas llenando la plaza y la visita de amigos y familiares nos obligaba a vaciarnos, a darlo todo (como dicen ahora); nada pregrabado, todo a pulmón y corazón. La actuación salió bien.

   A partir de ese día, otro batería ocupó mi lugar hasta el final de la temporada.

   Para los curiosos diré que tuve un tumor (benigno) y se curó con una operación que no merece detallar.







03 marzo 2021

Dolores Martín.


 

in memorian, Dolores Martín.

   La conocí una de aquellas tardes de verano cuando se sentaba sobre unos cartones encima de la acera de la casa de mi suegra Otilia. Allí acudían puntuales a la tertulia varias vecinas de edad parecida, Teresa Martín, Aurelia, Josefa, Eulalia, Eloina, María, (que siempre llegaba acompañada por Miguel, que gran hombre), Otilia y Dolores. Era para mí casi una obligación controlar el horario de la siesta para bajar a escuchar tanta experiencia y sabiduría. Y las veces que, por la razón que fuera, no llegaba a tiempo y al salir encontraba la acera vacía, sufría un íntimo reproche porque sabía que ya no podría recuperar algo para mi muy grande y aleccionador.

    Las primeras veces que escuché hablar a Dolores me sorprendió gratamente. Esa calma con la que participaba en la conversación, el vocabulario que ofrecía y la claridad con que exponía sus ideas, hizo que le prestara especial atención.

   Atención que aumentó cuando la vi delante del altar en los festivales de verano que se realizan dentro de la iglesia. Si no recuerdo mal, en sus paseos por los caminos circundantes al pueblo, había encontrado fragmentos de un poema que hablaba sobre el respeto, lo restauró y recitó con el mismo aplomo e idéntica claridad que cuando se acomodaba en la acera con sus amigas. Podría decir que visitarla y escuchar sus sabias palabras era un motivo añadido para ir al pueblo.

“¿Qué haces Dolores?” le preguntaba yo cuando ya sus fuerzas la impedían pasear como antes y permanecía sentada siempre con un libro sobre el regazo.

“Disfrutar de lo disfrutado” respondía ella, dejando patente un optimismo inagotable, pues, cuando las facultades acortan los caminos hacia la felicidad, es de ser muy inteligente encontrar senderos, que camuflan la realidad, amparándose en los recuerdos de los buenos tiempos.

   Dolores era una de esas personas a las que más deseaba yo entregarle un ejemplar de LLUVIA DE CARAMELOS, pues me ayudó con su sincera experiencia juvenil del mundo de la siega. Y de algún modo, un poco con sano egoísmo por mi parte, me congratula el hecho de que fuera la Lola de la novela, porque ella se sentía importante y yo encantado de que así fuera.

   Y concluyo esta entrada manifestando que, aunque no fuera de mi familia, siento por su ausencia la misma pena como si así fuera. La imagino allí arriba con esa sonrisa de aceptación, la misma con que afrontó todo en su vida, satisfecha de su existencia terrenal, disfrutando de la gloria bien merecida y de la alegría al volver a encontrarse con sus compañeras de tertulia hasta la eternidad.