La frase del dia

07 marzo 2010

Las tribulaciones de la modernidad en un pueblo añejo: Albarracín


Vista general de Albarracín
Después de escuchar excelentes comentarios sobre la belleza del pueblo de Albarracín (Teruel) y contemplar unas fotos nocturnas que me llegaron en un power point, pensé que sería el lugar ideal para una escapada de fin de semana.
Las fotografías que vi eran nocturnas en su mayoría. En ellas se apreciaba un alumbrado mortecino que incidía en su aspecto medieval. Ese detalle me pareció premonitorio de lo que podíamos encontrar y supuse que si los modernos diseños de las farolas urbanas no habían entrado allí se debía al afán por conservar la peculiaridad del lugar.
Interior de Albarracín

La panadería
Tras consultar en el mapa su ubicación y la ruta que debía recorrer, sin esperarlo encontré otro aliciente que congratulaba mi decisión: la carretera cruzaba por pueblos donde yo había estado en mi época de músico. La nostalgia por volver después de más de veinte años y ver cómo habían evolucionado se convirtió en un motivo añadido. En aquel tiempo conocía de memoria las curvas, los cruces, los tesos con buenas panorámicas y también en qué kilómetro y después de qué señal o puente se encontraban algunas de las huertas donde hacíamos una visita nocturna para comer fruta fresca después de actuar y de vuelta al hostal.
El tiempo pasa de manera inexorable y también se lleva por delante esos pequeños detalles.
Busqué hotel y, una vez confirmada la reserva, el viernes a media tarde emprendimos los 330 kilómetros que separan Tarragona de Albarracín. La noche se nos echó pronto encima. Pasamos por Caseres (último pueblo de Tarragona), Calaceite, Valdertormo, Alcorisa (aquí la tapia de obra vista del polideportivo dónde hacían las verbenas seguía igual). Cruzamos por Calanda, el pueblo de Buñuel, famoso además por sus tambores. Al lado de la carretera vimos un escaparate en el que se exponían tambores. Entramos y el dueño nos invitó a ver la trastienda donde los montaba. Allí estaban apilados un montón de cilindros metálicos, aros, llaves y parches. Nos explicó sus peculiaridades y luego continuamos ruta hasta la ciudad de Teruel.
Continuamos por una recta interminable que nos llevó a la Sierra de Albarracín. La ruta se convirtió en un sinfín de curvas jalonadas por un riachuelo con álamos altos. La carretera solitaria y las siluetas oscuras de las montañas le daba al trayecto un aire fantasmal. Recibo en ese momento una llamada en el móvil, era el señor del hotel que se interesaba por nuestra demora.
“Claro debe de estar a tope y seguro que nos llama porque tendrá clientes esperando” le dije a mi mujer.


Muralla medieval
Por las referencias que me dio sobre cómo llegar al hotel lo encontramos pronto. En el aparcamiento no había coches, me resultó cuando menos extraño. Supuse que otros visitantes habían elegido los hoteles que se encontraban en el propio pueblo. Nuestro hotel distaba a kilómetro y medio del casco urbano. Lo elegí porque tenía aparcamiento propio y no había que subir escaleras como me dijeron de los otros.
El hotel era nuevo y lo regentaban dos hermanos que se dedicaban al negocio de la madera, como muchas de las familias que allí viven.
Nos confirmaron que únicamente había como cliente una mujer francesa con sus hijos, dos niños de corta edad. Mejor así, prácticamente el hotel para nosotros solos. Esperaban a un grupo de moteros para la noche del sábado.
No funcionaba la tele de la habitación, baje a recepción y se lo comenté. “ Voy a coger el camión y llenarlo con las televisiones y tirarlas al río” me dijo el dueño, un maño noble que destilaba hospitalidad y buena gente.
Subió conmigo a la habitación y me explicó los entresijos de los mandos para que pudiésemos ver el televisor. “Ya mismo estoy comprando de esos nuevos de plasma”, me dijo.
Al día siguiente nos acercamos al pueblo e hicimos una excursión con otro grupo de turistas acompañados por un guía que nos explicó las peculiaridades y la historia de la población. Sus calles son estrechas y muy empinadas. El tráfico está restringido y observamos que las cornisas de los tejados sobresalían en las distintas plantas de las casas de tal modo que incluso en días de lluvia se podía caminar por las callejuelas sin mojarse. Por suerte tuvimos un día primaveral y no fue necesario comprobarlo.
Estuvimos comiendo en un restaurante desde el que teníamos una panorámica espectacular del río y su alameda. La carne estaba sabrosísima y el pan muy rico. Es famosa su panadería y cuando fuimos a comprar ya se habían agotado sus existencias. El domingo a primera hora si tuvimos suerte y pudimos comprar.
Visitamos sus pinturas rupestres en un bosque de pinos alejado del pueblo y poblado de caravanas de montañeros que se ejercitaban en aquellos riscos.
Pinturas ruprestes

Al volver al hotel quise ducharme y algo tan rutinario se convirtió en una verdadera odisea. La ducha era un artefacto de una pieza con múltiples funciones y diferentes chorros, podría decirse un hidromasaje colgado de la pared.
Sin embargo, tras un primer intento no conseguí que saliese agua de aquel artilugio. Baje a recepción y le pregunté al dueño.
“Has de pulsar para adentro la pera más gorda, la que está en el centro, ya hubo un extranjero que la arrancó de la pared” me dijo.
“Porqué no tenéis duchas de las de siempre”, le pregunté. “Encontré una oferta y pensé hacer una gracia poniéndolas más modernas. Cualquier día las arranco y pongo unas normales”, añadió.
“Nosotros nos dedicamos a la madera, construimos palets, pero con esto del turismo, mi hermano y yo nos embarcamos en el hotel, estamos empezando y nos va muy bien”, argumentó.
Subí dispuesto a darme una reconfortante ducha con aquella modernidad tan multifuncional. Me quedé en pelota picada y sí, eureka, salía un chorrito de agua, lánguida y sin presión.
“No puede ser” pensé. No soy fontanero pero entiendo algo del asunto. “Será la válvula general que estará medio cerrada, la que gobierna todo el circuito del baño”, sospeché.
Cogí una silla que me permitiese llegar hasta la trampilla del techo donde estaban los grifos de cierre y apertura. Tuve que introducir media silla dentro de la mampara y el borde de ésta no me permitía apoyar bien las patas de la silla porque la tablita que las unía tocaba en el borde de la mampara. Por tanto, la dejé inclinada y sólo apoyada en las patas delanteras. Me agarré a las puertas de la mampara para evitar que todo el peso cayera sobre la silla inclinada. Antes, estudie las consecuencias de la más que probable caída. (En la Zarza, en casa de mis suegros, mientras reparaba subido en una escalera de tijera la cisterna elevada del servicio me caí porque resbaló la escalera y en la caída arranque las cortinas y hasta el armarito del baño, fue un zarpazo afortunado porque esquive el canto de la bañera sobre mi nuca, aunque el grito que di fue atronador, me dejó para el recuerdo un buen cardenal en la espalda, como dicen allí. Tuve que acercarme a Viti y restaurar todo lo que rompí).
Con semejantes antecedentes no debe extrañaros que estudiase el radio de caída. Pero tras comprobar que las llaves estaban abiertas, baje de la silla con especial cuidado, como un funambulista al final del número, la retiré y cerré la mampara para que agua no manchara el piso.
Oprimí un pulsador y salieron cuatro caños de agua hirviendo que se clavaron como dagas candentes en mi cuerpo prisionero en la mampara. Maldije todo lo que recordé y salí aquel purgatorio.


La archiconocida plaza del "TORICO" en Teruel (en lo alto de la columna)

Desistí y dije: “No pasa nada, ya me ducharé cuando llegue a casa” Mi mujer reía y se lo pasó en grande a mi costa. No lo intenté más, ni hice ningún comentario al respecto de mi torpeza con el dueño porque ya sabía la respuesta: ¡Todas al camión!
Por lo demás, todo fue bien y disfruté al regresar por los pueblos que al pasar de noche no pude ver.


Escultura "El Ángel", junto al viaducto de Teruel.