Al fin llegó el día propicio para que El Sendero de la memoria iniciara
su puesta de largo en sociedad. Por medio del Facebook y WhatsApp, traté de invitar
al evento a mis amigos, vecinos y conocidos de Tarragona. Y la gente respondió.
Hace mucho tiempo que en Tarragona no llueve de manera copiosa, suele caer
alguna llovizna y casi siempre durante la noche. Por la mañana, al levantarme, procuro mirar hacia la calle y, en ocasiones, me alegra ver el brillo en las
aceras, pero esa alegría es fugaz al ver que los viandantes van sin paraguas,
la calzada de la calle está seca y el brillo lo produjo la cuba de riego al
limpiar las aceras. Y digo esto porque ese día 30 de noviembre, fue necesario
protegerse con el paraguas al principio de la mañana y temí lo peor. Miré hacia
el sur y el horizonte estaba despejado. No tardó mucho en acompañarnos el sol
para dejar un día apacible. A las seis de la tarde comenzó a llegar la gente
hasta llenar el teatro (Aforo de 130 espectadores). No creo que hubiera tantos.
Dos chicas, Eva María y Saray (empleadas del Port de Tarragona), se encargaron
de la decoración y el sonido, muy serviciales y amables. Y sirva este relato para
expresar mi gratitud al Port de Tarragona por su apoyo a la cultura.
Abrió el acto un
saxofonista, J. M. Font, “Titus”, que interpretó tres temas y mi nieta melliza
Anna, que yo tenía sentada sobre la mesa, quedó fascinada por el brillo dorado
del instrumento bajo el haz luminoso de los focos. Después actuaron dos gaiteros, Secu y César,
con su traje tradicional asturiano y su montera picona en la cabeza. Tanto los
gaiteros como el saxofonista deleitaron al personal y se percibía que estaban
sobradamente curtidos encima de escenarios. Durante la firma de ejemplares
conocí gente de Béjar, Peñaranda, Cipérez y La Alberca, que acudieron por haber
escuchado en la radio alguna de mis entrevistas (solo fueron dos), o en la
contraportada de un periódico. Siempre resulta gratificante conocer gente de la
tierra.
Los ponentes de la
mesa, Ángel, Marcos, Manuel y Joaquín, iniciaron el turno de breves
intervenciones (Previamente les había pedido que no excedieran de cinco
minutos). En un lateral del
teatro, Eva María y Saray, instalaron unas mesas para el posterior piscolabis,
cuyo plato estrella era el embutido de Vitigudino.
El sábado anterior se acercó un compañero de
trabajo a mi parcela para preguntarme si este año no hacíamos comida o almuerzo
con los jubilados de la empresa. Sugerí que sería mejor esperar hasta que
pasaran las navidades porque ahora estaba muy liado con la presentación. Ese
mismo día por la tarde recibo una llamada con idéntica interrogante. A veces,
uno adquiere un rol, sin pedirlo ni pretenderlo, pero sabe que los demás lo
esperan. Hablé con el restaurante, pactamos los precios y el sábado día 2/12,
nos juntamos 23 para un almuerzo relajado. Ahora toca disfrutar de
la fantasía expectante que envolverá a mis nietos en Navidad y de la compañía
de la familia.Y, como suele ocurrir,
las imágenes que acompañan este relato son más explícitas que mis palabras.
. cena beduina Interior mezquita Rey Abdalá El camello obediente no olía bien Subí para pedir a Spiderman el regalo de Nacho. Su avión. Tornado
Con Ramón cerca del Monasterio
Los "valientes" que subieron al mirador
Vista de la explanada desde el mirador
Esperando la cena beduina
Amanecer en el desierto
El Sip
El tren otomano
Aquí el grupo que subimos hasta el monasterio
Todos en el monte Nebo
Con los hábitos obligatorios y descalzos en las escaleras de la mezquita jordana
Atardecer en el desierto Wadi Rum
La inconsciencia tiene su precio.
Ahed da una breve clase sobre ese territorio de Wadi Rum
La tumba del Tesoro.
El camino, el Siq.
En el monte Nebo, sentado sobre el brocal del pozo donde brotó el agua a Moisés.
Jerash, o la Pompeya Jordana
Castillo de Amrah
En primer lugar, he de
dejar claro que, a lo largo de este relato, no hay en mí el más mínimo atisbo
de frivolidad al “ignorar” la guerra que tan cerca tuvimos y de la que nadie
hablaba, Solamente al llegar al hotel, las imágenes me hacían ver la tragedia.
Días antes de emprender el viaje opté por llamar dos veces a la agencia. “¿Ha cancelado
alguien el viaje?” Pregunté, “De momento nadie” Respondieron. Adelante, vamos,
pues, hacia la aventura. Una treintena de viajeros partimos del aeropuerto de
Barcelona con nuestro guía Ramón y en poco más de cuatro horas estábamos en
Amán. Allí nos esperaba el guía nativo Ahed, un gran profesional. Todo el
tiempo fue un no parar, madrugones, caminatas, paladeando y fotografiando los
nuevos paisajes a través de la ventanilla del autocar, mientras llegábamos al
destino asignado. Se notaba en nuestro guía Ramón, que estaba curtido en el
oficio, siempre atento a cualquier necesidad. Hubo algunas variaciones en el
programa para aprovechar el tiempo y las distancias. Detallaré lo más relevante
desde mi humilde y escasa cultura. Adelanto, que Amán dista a 70 kilómetros de
Siria, 150 de Arabia Saudita, 330 de Irak (estuvimos muy cerca) y 60 de Israel
(Nos bañamos en el mar Muerto por la orilla de Jordania (Está a 416 metros por
debajo del nivel del mar. Que mal lo pase por sumergir la cabeza y sentir un
escozor terrible en los ojos. Un nativo, experto en imprudentes, me arreó con una manguera agua dulce en la cabeza y pude salir).
El primer día nos desplazamos hasta el
desierto musulmán para ver los castillos de Amrah, Kharraneh y el fuerte
Umayyad. Al regresar vi desde el autocar dos campos de refugiados sirios (En la
entrada había un comando militar. Perra vida la de esa gente en medio del
desierto. Me habría encantado entrar y ver cómo viven y me hizo reflexionar
sobre lo afortunados que somos al vivir en libertad y con toda clase de
comodidades). Jordania se caracteriza por ser un país de
acogida. Griegos, nabateos y romanos la habitaron y ha sido la Tierra Santa de
judíos y musulmanes, Dio cobijo a los palestinos en el siglo XX y las grandes
fortunas de los exiliados iraquíes sirvieron para dotar de lujosos hoteles a
Amán. Resulta espectacular contemplar desde lo alto de la Ciudadela el casco
antiguo, el teatro romano con capacidad para 5000 espectadores. Pudimos ver la
cisterna Omeya y el museo arqueológico. Nos desplazamos hasta Jerash (con el
sobrenombre de la Pompeya del Este). Esplendoroso e imperial el arco de Adriano
en la entrada. Gran cantidad de columnas a lo largo de todo el paseo. Impecable
el Teatro Sur con una acústica muy estudiada. (Un guía jordano me dijo el lugar
exacto donde se alcanzaba el mejor sonido y canté Viento del norte. No es lo mío el cante,
pero siempre procuro sacarle el jugo a cada viaje y el ridículo no me amilana).
El castillo de Adjun fue construido por un
comandante sobrino de Saladino en 1183 para detener el avance de los cruzados; y protegía las caravanas de
peregrinos y comerciantes. Disponía en su alrededor de un foso de 16 metros de
ancho por 12 de profundidad. Se conserva en muy buen estado.
Iglesia de San Jorge en Madaba (Este santo y
su pelea con el dragón debieron de –sugerencia- ser omnipresentes y el santo
disponer de un buen caballo, o más de uno, porque también estuvo por aquí, en
Cataluña, que nadie se ofenda) Buen
recuerdo la visión del mosaico interior y el mapa de Tierra Santa que hay en el
exterior, sobre el que Ahed nos regaló un poco de historia de esos lugares.
El monte Nebo, donde murió Moisés después de
avistar la Tierra Prometida, a lo lejos se ve el mar Muerto, el mar de Galilea,
el río Jordán y el lago Tiberiades. “Dios
le dijo a Moisés,sube hasta el monte
Nebo, frente a Jericó y contempla la tierra de Canaan que te doy para los
israelitas y muere en ese monte” Hecho que sucedió después del largo exilio
de Moisés. una tarde nos desplazamos hasta la mezquita del Rey Abdalá
Petra fue, para mí, el plato fuerte del
viaje. Capital del imperio Nabateo en el siglo I antes de Cristo. Se unió
después al imperio romano y prosperó con las rutas de comercio. Llegó a tener
30.000 habitantes. Quedó asolada por un terremoto cuatro siglos después. Según
los historiadores, hoy solo podemos ver un 20% de lo que fue en su época de
esplendor. Actualmente también es conocida como la Ciudad Rosa. El paseo se
realiza por un camino excavado en la roca, el Siq, un pasadizo de 1.250 metros,
jalonado por muros altos de roca roja. Para quien esto escribe, caminar por
allí, fue como un bonito sueño envuelto en realidad. Al final del Siq, llegamos
a una explanada, repleta de coches turísticos, carruajes entoldados, caballos y visitantes,
“disparando” sus móviles y cámaras para inmortalizar su presencia delante de la
tumba del Tesoro. Una veintena de atrevidos del grupo ascendimos por los 850
irregulares escalones que requería llegar hasta el Monasterio, de parecida
fachada a la tumba del Tesoro. Algunos turistas subían sentados sobre los lomos
de burros, o mulos (No están herrados porque resbalarían). A lo largo del
trayecto, muchos “valientes” toman su descanso junto a los puestos de los
nativos donde venden agua y recuerdos (nada baratos, un euro equivale a 0’75
dinar, su moneda). Alargué mi caminata hasta el final, porque ver desde lo alto
aquellos paisajes era una experiencia necesaria.
Ya al final de la semana visitamos el
desierto Wadi Rum que ha servido de escenario en diferentes películas. Con los
todoterrenos de los nativos disfrutamos de cuatro horas de paseo. El atardecer es
único porque funde los colores ocre y malva es un espectáculo impresionante. Nos
sorprendieron con una cena beduina. Al amanecer me levanté temprano para
disfrutar del alba y su silencio.
Dispongo de 870 fotografías, ya cribadas,
que con el paso del tiempo me ayudarán a recordar. Y quiero recalcar que el
grupo humano era excelente. Se produjo una gransintonía y causa, al menos en mí, el último
día, un sentimiento de nostalgia, porque es muy probable que nunca nos volvamos
a ver. Y fue muy gratificante y enriquecedora su compañía. Siento no haberme
podido despedir como me hubiese gustado tras recoger el equipaje en la cinta,
pero el autobús de regreso a casa, exigía por su horario, no desperdiciar ni un minuto. Y así fue a
grandes rasgos la crónica de este viaje a Jordania (La Suiza de Oriente Medio)
Se está convirtiendo como habitual,
en estos últimos años, que suceda algo inesperado el día, o la víspera, de mi
cumpleaños. No creo en supersticiones, ni casualidades, ni en brujas, aunque
digan que haberlas, las hay…
En mi blog “Mi rincón literario
Salva”, hay una cita fija que dice: escribir es desnudar el alma con
palabras. Y hay mucho de cierto en esa afirmación, porque nada resulta más
fácil que escribir sobre las vivencias propias. ¿Con qué finalidad?, primero,
por el placer de lograr plasmar algo ameno de manera sencilla y clara, y
segundo, por empatizar con situaciones parecidas y sufridas por el lector. Pero
vayamos al meollo del relato.
La semana anterior finiquitó bien participando en un torneo de frontenis
(Es una excusa para lo que vino después. Debajo de la cancha disponemos de una
barbacoa entre pinos con mesas como las que hay en las áreas de descanso en las
autopistas) Allí, a media mañana, el señor Marcos y el señor Manrique, nos
ofrecieron callos con garbanzos. Da igual quien ganó o perdió, pues se trataba
de juntarnos esa mañana de sábado.
El lunes tuve mis dudas si acudir a jugar (comenzamos a las ocho de la
mañana y rematamos pasadas las diez), al día siguiente era mi cumpleaños y los
antecedentes no eran nada halagüeños, pero qué carajo, por qué no. Y fui. Se
respiraba ambiente festivo y jovial en la cancha y se prodigaban las alusiones
al almuerzo de los callos. Ya inmerso en
el partido, en una de las jugadas que he de restar, la pelota sale hacia la
contracancha y corro a tope y ahí vino el sablazo con un pinchazo muy doloroso
en la parte trasera del muslo izquierdo. Trato de aguantar, pero no puedo
seguir. Dentro del grupo tenemos un masajista que me proporciona un gel. Noto
la frialdad al aplicarlo, pero es momentáneo, después de la ducha sigue el
dolor y me preocupa, pero confío en mi cuerpo.
Subo a nuestra parcela porque tenemos comida familiar, al terminar
intento descansar en el sofá y no era capaz de extender mi cuerpo, mientras
permanecía sentado y buscaba la manera de poder acostarme. Una vez logrado,
trato de alcanzar con el pie derecho un cojín y me apuntilla un calambre
paralizante. Por mi cabeza pasa el llamar a los que están afuera, me parece un
poco ridículo y con mucha cautela desisto de la siestecita porque en esa
posición los calambres son más frecuentes. Permanezco sentado en la penumbra
del comedor.
A media tarde, me acerco a tirar la basura a unos contenedores que están
a unos cien metros de nuestra parcela. Al regresar, la calle está desierta y
digo: “Voy a probar si puedo correr” lo intento y siento que mi trasero se va
para abajo en cuanto apoyo la pierna izquierda. Desisto.
Llega la hora de volver a casa, me acomodo como puedo en el coche y
cuando pulso la llave el coche no arranca. La batería claudicó. Las sillas de
los nenes en el coche de mi hija impiden que me puedan bajar y no me queda otra
que hacerlo con la moto. Ahí, la realidad me hace comprender lo indefensos que
somos y la poca importancia que, al menos yo, le damos a una buena salud. Al
día siguiente celebramos mi cumpleaños y todo lo pasado lo di por bueno cuando
mis nietos entraron en casa, ellos soplaron las velas, entienden que era su
fiesta. Y como si ellos hubieran comprado los regalos, me los fueron
entregando. Al atardecer se marcharon y reinó la calma.
Esta vez no caí en ningún estanque, tampoco tragué diente alguno, ni
partí las gafas contra alguna farola. Esta vez, ese ángel de la guarda que me
protege, me recordó que los abuelos son solo abuelos por mucho que intenten
esquivarlo. Habrá que tomar nota como una lección de vida.
Y esto es más o menos lo que
sucedió para que quede en mi recuerdo el día que cumplí 67 años.
El cuerpo me pide compartir con vosotros las sensaciones de este día en un tiempo viejo. Haremos inmersión en el rincón de los recuerdos, cada vez más añejos, y ahí volverán las secuencias de aquella noche revestida con la magia de las palabras.
Ese día, de los difuntos, era frecuente ver el peregrinaje que salía del pueblo a media mañana con rumbo al cementerio.
Las mujeres caminaban con sus faldones negros y algunas flores en la mano.
Los hombres con su boina y los aperos idóneos para desbrozar las sepulturas. Luego, ellos, proseguían con las tareas del campo, o bien, con el ganado.
Al caer la tarde, regresaban los del campo hacia sus casas cuando el manto negro de la noche cubría el pueblo. El humo de las chimeneas vomitaba tirabuzones hacia la negrura, mientras los lugareños, farol en mano, atendían a la hacienda en cuadras y corrales como última obligación del dia. La noche traía ya el frío del tiempo de matanzas y la campana tañia igual que los días de entierro.
En algunos hogares, el padre volteaba el tostador de castañas con la mirada fija en la llama y el recuerdo presente de los familiares que nunca tendrían regreso.
En otras casas, una moza con las piernas protegidas por periódicos (cual si fuera un portero de hockey, para que no le salieran "cabrillas" en las piernas), mostraba su destreza impulsando el tostador para darle tono canela en ambas caras de las castañas.
El pueblo era oscuro y el alumbrado vigoroso y alegre del verano se tornaba alicaído y tenebroso a medida que avanzaba la noche.
Nadie caminaba en las calles y el silencio de los recuerdos se instalaba en los hogares.
Sonaba la esquila del enterrador y aquello era terrible en la mente de un niño.
Batiendo su esquila por las calles, sin más compañía que la de algún perro curioso y juguetón, se dejaba ver el tío Antonio “el Píricu” el enterrador, con su chaleco y sombrero de pistolero y la barba de varios días.
En lo alto de la torre, asomaban, entre las ventanas del campanario, las crestas de una hoguera avivada por los mozos. Sobre las brasas, cubierto de ceniza, se escondía un chorizo regado en vino. La juerga continuaba y las risas se sucedían cuando el gracioso de la cuadrilla se hacía con un murciélago y lo "obligaba" a fumar.
Al día siguiente, las tumbas estaban en su máxima pulcritud, y un muestrario de flores adornaba el camposanto. Y así era la víspera de todos los santos allá en Corporario por los sesenta.