La frase del dia

05 noviembre 2009

El puente de San Polinario


Soy uno de los saurios que se arrastra cada día para sobrevivir. Te habrá sorprendido lo de arrastrarme, no es en sentido despectivo o peyorativo como pudiera parecer, pronto entenderás porqué.
Igual que cualquiera de vosotros, tengo mi pasado, mi infancia, esa que nos nutre en determinados momentos. Y creo que ahora es la ocasión propicia para que te cuente algo que acaeció en mi vida medio siglo atrás, lejano, irrelevante tal vez, hasta es posible que tu hayas vivido anécdotas más interesantes, sin embargo, las circunstancias han propiciado que aquel episodio hoy aflore para ti.
Intentaré hacértelo ameno, sígueme:
Yo vivía en una atalaya rocosa salpicada con robles que se elevaba sobre una planicie de viñedos. Más abajo se distinguían los cigüeñales en las huertas con sus hileras de frutales. El cauce del arroyo Fuente Buena discurría entre prados y cañadas jalonado por álamos de diferente tamaño.
El pueblo distaba a más de un kilómetro y desde mi roquedal sólo veía el tejado de la iglesia. En más de una ocasión me tentó la curiosidad por acercarme, pero era frecuente ver algún gato en busca de pájaros por el extrarradio y provocarlos no hubiera sido sensato.
No muy lejos de mi roquedal, en la otra ladera del arroyo, destacaba la cuadriculada geometría de una viña en un altozano próximo al camino. El dueño la visitaba frecuentemente. Un día descubrí que lanzaba sobre el camino restos de comida; tal vez porque era de los pocos campesinos que no tenía perro. Le observé durante los días siguientes hasta cerciorarme en qué momento los arrojaba.
Al cabo de varias semanas después ya había memorizado todos sus actos y cuando estuve seguro decidí acercarme. Lo hice por la orilla de un prado hasta llegar al ojo del puente donde el arroyo se descolgaba sobre negras pizarras. Ese era mi lugar predilecto para beber hasta que un tarde sucedió lo que te cuento.
Recuerdo que la mañana asomó con los rigores de un verano caluroso. El hombre cumplió con el ritual previsto, primero liberó al mulo de los arreos y éste marchó cabeceando entre las cepas hasta llegar al tronco de un cerezo rodeado de matojos. El dueño estiró la manta de la albarda y fue en ese momento cuando descubrí que no estaba solo, algo se movió entre los aperos, no era un perro, aunque tenía un tamaño parecido y no conseguí discernir qué podía ser.
Como otros días, al terminar, tiró los desechos del mediodía: corteza duras de queso, mondas de manzana y algo especialmente sabroso: las escamas y espinas del verdel en conserva. Fue un descubrimiento y me apliqué con voracidad pues también los pájaros revoloteaban ansiosos. Bajé hasta el regato y bebí. Luego regresé a mi atalaya sin perder de vista los movimientos que se producían en la viña.
En ese instante observé que un niño saltaba al camino. Mi curiosidad me exigió verlo de cerca y bajé.
“Papá, tengo sed” escuché decir al niño. “ ¿Quieres que vaya contigo?”, “No hace falta, ya soy grande” .
Bajó esquivando los guijarros y saltando sobre los pequeños “escalones” de las riadas que llevaban hasta el puente.
Me camuflé tras unos juncos y le observé exhaustivamente. Se puso de bruces sobre el agua y para verlo mejor estiré el cuello, mi cabeza se reflejó en el agua, él miró hacia arriba pero no me vio, aunque si escuchó el patullo que produje en la fuga. A los pocos metros me detuve y continué observando sin que él se apercibiera.
El niño volvió con su padre y éste le entregó algo envuelto en papel. Rasgó el envoltorio y dejó al descubierto una rebanada de pan y un trozo de mermelada de membrillo. Tomé precauciones y bajé por si también lanzaba lo sobrante.
“¡Papá!, otra vez me ha venido la sed” oí que decía el niño cuando yo cruzaba por el puente. “Vete al regato y espera un rato, no vaya a ser que vuelva otra vez.”
Saltó al camino y me vio. Se quedó petrificado. Alcé repetidas veces mi cabeza a modo de saludo y moví la cola con gesto juguetón.
“¡Papá, un bicho malo, una cosa fea no me deja pasar!”, gritó preso del pánico antes de romper a llorar. No daba un paso atrás, pero tampoco avanzaba. El hombre se acercó corriendo con la vara en la mano, y, ante tan sabuesas intenciones, huí otra vez.
Desde mi atalaya pude ver que el niño era incapaz de contener el llanto y cómo le indicaba al padre el lugar exacto por dónde yo había desaparecido. El niño estuvo tirando piedras contra la lastra grande como la rueda de un molino que estaba apoyada en un pequeño barranco pizarroso del que brotaban unas matas nuevas de encinas. Sí, eestaba en lo cierto, yo había escapado por la hendidura que había bajo la piedra.
Tuve suerte pues el niño comenzó a lanzar piedras por la hendidura hasta que el padre le llamó para regresar a casa.
Luego escuché cómo el padre trataba de enseñarle una canción: “Que bonita que es mi niña, que bonita cuando duerme, que parece una amapola entre los trigales verdes” repetía una y otra vez el hombre para que el niño memorizara letra y melodía. Al poco, los tonos ocres del atardecer se fueron adueñando del paraje y desde mi atalaya observé cómo las siluetas se perdían al contraluz malva del poniente.

Esta fotografía es anterior al suceso del relato. El del centro fue quién tuvo el encuentro.


Tres días después regresaron a la viña. No me atreví a acercarme. El hombre sacó unos cilindros más grandes que un puro de tabaco y los fue incrustando en la lastra. Al poco se oyó una explosión y la piedra quedó diezmada. Una nube de polvo se levantó tras el estruendo y cuando volvió la claridad y la calma observé que el niño seguía empecinado en lapidarme a toda costa.
Jamás volví en pos de los desechos, ni traté de inquietarles. Mi vida tomó nuevos derroteros y es posible que otro día te lo cuente. Hoy todo parece diferente y sé que muchos de mis descendientes gozan de ciertas comodidades y, según me han contado, hasta viven en casas donde les prodigan mimos y cuidados. Incluso tienen el honor de ser la mascota familiar en muchos hogares. Ya ves amigo con que facilidad cambian los tiempos.
Por eso tengo la sospecha de que me pasa como a muchos de vosotros: creo que nací demasiado pronto, o mejor dicho, en un tiempo equivocado.








02 octubre 2009

FIESTAS DE SANTA TECLA, TARRAGONA

CAMPEONATO DE FRONTENIS EN LAS FIESTAS DE SANTA TECLA

Jugadores y directivos

Este año, como siempre y porque nada es perpetuo, terminaron las fiestas de Santa Tecla. Todos los actos, correfocs, gegants, verbenas, así como cada uno de los espectáculos y atracciones propias de estas fechas, dieron el realce y esplendor que Tarragona merece. No obstante, aquí nos referiremos a las competiciones deportivas ligadas a la historia de todos los pueblos y especialmente a la Tarraconensis.


Nico, Pacheco, Sr. Perroni(arbitro), Salva y Pepe.
No olvidemos que los griegos primero y después los romanos, le dieron el esplendor y la categoría cultural y social que ahora conocemos.
Pero sería injusto e imperdonable por nuestra parte no citar la 51 edición de frontenis, que este año ha dado la victoria a dos magníficos deportistas: Pachi y José Luis, (Pepe para los amigos). No hay que decir, pues se da por entendido vistas las anteriores ediciones de estos juegos, el empeño y la ilusión que pusieron todos cuantos participaron en este evento deportivo, tan duro, tan bello y tan noble. Y sobre todo, no hay que “echar en saco roto” a los actuales campeones que se impusieron por un ajustado tanteo: 30 a 28 a sus oponentes Marcos y Salva, quienes dieron a su vez una lección de buen juego y de auténtica humildad. Saber perder y reconocerlo, como decía Píndaro, "es equiparar el derrotado con el vencedor". Esta competición, como bien se merece, ha salido en varios periódicos, así como en algunas revistas especializadas. Y aunque por avatares de la información, esta noticia no llegue a todos los lugares que uno desearía, si lo hará con todos los honores al “EL RINCÓN BLOGUERO”.
Vaya pues nuestra efusiva felicitación, tanto a los ganadores como a los perdedores. Que su ejemplo de buen hacer, tanto en la cancha como en la vida, sirva de ejemplo a nuestros jóvenes y, por supuesto, a todos los aficionados al frontenis.
Y como colofón a esta brevísima reseña deportiva, es preciso mencionar que, siempre quedará entre nosotros el talante humano que culmina todos los partidos tanto si se gana como si se pierde: una sincera y afectiva ENCAIXADA DE MANS.


Entrega de Trofeos
Autores del texto: Nicolás Marcos y José Luis Aparicio.


26 septiembre 2009

Las cosas de Morfeo: el manantial, el jabalí y el tren...

Suena de fondo una melodía en mi auto y la carretera va dejando sombras largas porque el sol no acaba de despuntar. La carretera está solitaria y el campo tiene el brillo rociero que no se ve en la ciudad. Durante el trayecto, trato de recordar el último pasaje de la historia que intento escribir, pero desisto porque mis manos ocupadas en el volante me impiden anotar cualquier clave recordatoria; lo comprendo: son las musas vagas del fin de semana que no vienen porque también tienen resaca.
Un monasterio, auténtica reliquia del pasado, se ve a lo lejos; pienso que entre sus muros aún perduran las costumbres ancestrales que nada tienen que ver con nuestro tiempo. Allí resalta enclavado en el paisaje, como un reducto que resiste al tiempo e imagino que el canto gregoriano precursor del alba esa mañana aún fluctuará entre el pétreo silencio.
Llego a la vereda que me lleva al manantial Aparco el auto y escucho un grito desgarrador: “¡socorro!”. El paisaje tupido y bello que me rodea y la placidez del lugar me envuelven en un halo de tranquilidad: intuyo que mi oído ha vuelto a fallar.
¡Baaang! Suena un disparo al otro lado del río. Comienzo a preocuparme de veras y avanzo con cautela por el sendero. Busco entre los árboles el destello metálico de las armas y no veo nada. Llegan voces confusas que arrojan normalidad. Cuando me acerco a la roca donde fluye el agua escucho un ronroneo que no viene a cuento...
Allí estaba, un bello ejemplar de jabalí, sucumbiendo al trago sediento, ofreciéndose como blanco perfecto a sus perseguidores.




Pude ver sus ojos inexpresivos que me miraron fugazmente antes de saltar la pared de rosales silvestres que cercaban el lugar. Degusté el agua y refresqué mi rostro, mas de pronto noté un frío metálico en el cuello, alguien me encañonó; inverosímil, pero cierto; no es un sueño, me pellizqué y sentí el dolor; entre brumas veo al jabalí fugitivo sosteniendo el arma y a voz en grito me exige que abandone su manantial. La bocina de un tren y su chacachá comenzaron a sonar y me lance a correr sin mirar atrás.




El tren se acercaba y no encontraba modo de abandonar la senda. De esta no salgo, pensé.... entonces algo se agitó en mí como un resorte, recobré unas briznas de lucidez y mi cuerpo realizó el mismo ritual de cada mañana: di un manotazo desesperado a la mesilla y el tren calló... ¡Mi madre, ya son las nueve! otra vez llegaré tarde y ya no me quedan excusas que alegar. Podría explicarles que mi cansancio es debido a que he pasado toda la noche corriendo por el bosque porque un jabalí me quería matar, que un tren me quería atropellar. Me dirán que estoy como una cabra, por tanto, sólo me queda poner cara de memo mientras cae el chaparrón y prometer... prometer lo que no creo: que no volverá a suceder.

13 septiembre 2009

la hija del acordeonista


La mañana había sido frenética en la actividad deportiva. Me vino muy bien la reparadora siesta posterior; de las buenas del verano; de esas en las que al despertar la luz te confunde y no sabes si amanece o ya declina la tarde.
Habíamos quedado con unos amigos para cenar en una de las terrazas de la plaza y hacia allí nos dirijimos. La gente bronceada por el sol playero se acomodaba en las distintas terrazas. Quedaban por delante tres días de descanso y mostraban en sus semblantes la feliz entrada en un largo fin de semana.
Los rótulos luminosos de neón parpadeaban los nombres de los establecimientos, algunos chiquillos correteaban vigilados por las abuelas en el paseo central y la remodelada plaza era un bullir susurrante de parejas que iban y venían o acudían al encuentro de alguna cita.
Una vez acomodados fue cuando reparé en la presencia de una niña, una auténtica beldad con un vestido claro y un lazo de seda azul alrededor de la cintura. Supuse que rondaría entre ocho ó nueve años. La acompañaba de la mano un señor de mediana edad, que guiaba un trolley en el que destacaba el estuche de un acordeón.

El hombre se acomodó en un rincón delante una jardinera, los camareros le ignoraban con aquiescencia. Sacó el acordeón convencido de que su hija sería quien le prestaría la máxima atención. Mire a mi alrededor y me percaté de que nadie cercano compartía mi curiosidad. A la niña parecía no importarle la falta de interés del personal, tal vez por eso la nerviosa sonrisa que irradiaba sólo tenía un destinatario: el artista, el acordeonista, su papá.
Se la veía pizpireta y parecía desconocer que su porte de princesa y sonrisa angelical podían agitar las conciencias del bienestar y al paso también la generosidad del personal.
El acordeonista, antes comenzar la interpretación, la conminó a que diese un pasito atrás, probablemente no quería el buen hombre entorpecer el trasiego de los camareros que servían en la terraza.
Mis amigos charlaban y reían, yo me afanaba en dar buena cuenta de una sepia bien tostada. La niña me observaba sin ningún recato, con chispeantes ojos verdes, ávidos por conocer el mundo en una ciudad extraña.
La gula pasó en mí a un segundo plano y no sé por qué extraña razón me volqué en observar las reacciones de aquella mujercita.
El contraste, entre el músico ambulante con el reclamo de su hija y la indiferencia de los clientes, me atrapó.
Al instante sonaron los acordes de un bolero. Hasta bien entrada la melodía era un verdadero galimatías averiguar qué canción sonaba. Cada vez que el acordeón trastabillaba, o “mentía”, la niña miraba con cara de pillina a su papá, por lo que deduje que poseía oído fino y buena memoria, o que no había otra canción en el repertorio.
“Aquellos ojos verdes de mirada serena dejaron en mi alma eterna sed de amar; anhelos de caricias, de besos y ternuras, de todas las dulzuras que sabían brindar” canturreaba yo al compás.
Observé que la princesa dirigía saludos con la mano a un grupo de hombres de baja estatura y tez morena, que lucían un espectacular bigote mientras esperaban sentados en un banco próximo a la terraza.
Al terminar la canción se escucharon timoratos aplausos de los del banco. El acordeonista sacó un cuenco de plástico y se paseó con gesto contrito entre las mesas recogiendo algunas monedas. No muchas, así al menos daba a entender por las muecas de resignación con que miraba a la niña.
El hombre cargó los bártulos en el trolley y al pasar a mi lado observé que un amplificador del tamaño de una caja de zapatos estaba a punto de caer. Les avisé y se detuvieron unos instantes.
- “¿Tenemos suficiente como para comprar la tarta de regalo a mamá?”- oí que preguntaba la niña en un castellano poco claro.
-“Sí - respondió el hombre- ¡Una grande!” .
-“¿Cómo de grande?, ¿igual que la de cumpleaños feliz?”

El hombre calló y miró al cielo. No sé si le agradecía algo o más bien reprochaba su escasa fortuna. Sonrió, alzó la mano señalando un punto en el firmamento y dijo:
- “ Igual que ella”
- “Quién es ella”
-“La luna, hija, la luna que nos alumbra”.
-“Papá, la luna es más grande que la de cumpleaños feliz”.
-“Mejor, así tendrás para más días”

La pareja reanudó la marcha esperanzados en la felicidad que iba a proporcionarles la esperada tarta. Y recordé las tartas de galleta con capas de flan y chocolate, que era el no va más si la coronaba una fina capa de azucar...

19 agosto 2009

Duende en el choperal

Cuando escribo estas líneas las fiestas de San Lorenzo ya reposan en el arcón de los recuerdos. Momentos vividos que con el paso del tiempo ocuparán por derecho propio un rincón feliz en la memoria.
Durante estos días hemos tenido de todo, si bien, las altas temperaturas han sido una amenaza constante. Algo inesperado para los que escapábamos de la costa en busca de la brisa fresca con que suelen presentarse las noches salmantinas.

Helicópetro cargando en el Duero

El fuego acudió de la mano de imponderables que se escapan al control humano. Los rayos de las tormentas prendieron la vegetación que cubre nuestra tierra y la virulencia del fuego se expandió como un reguero.
No recuerdo que en mi época de adolescente ocurrieran estas cosas de manera frecuente, y me pregunto si no será una consecuencia del progreso que se olvidó de asear caminos, arroyos y cañadas.
También la lluvia arreció durante unos minutos con una intensidad devastadora, al poco, oscurecían la tarde los restos calcinados de los piornos y los vuelos rasantes de las aves alejándose del humo y del tableteo de los helicópteros e hidroaviones luchando contra el fuego.
Durante las maniobras de extinción, Paco me comentó lo del otro avión que se perdía en las alturas, de aspecto similar al de una reproducción de aeromodelismo con control remoto, según dijo desde allí se dirigía todo el cotarro.



Grupo de baile
Nada impidió que la fiesta continuara para perpetuar las tradiciones lúdico-religiosas .
En estos actos es donde deja su impronta el esfuerzo de la gente que vive en el pueblo. Encomiable su labor por participar de forma activa mediante el baile. Idéntico reconocimiento al grupo de teatro. Y buen detalle por parte del ayuntamiento al conseguir que todos los niños tuviesen regalo en la fiesta de disfraces.



Gracia e ingenio, lo bordaron

La “caldereta” estaba de vicio, sin ninguna duda el sabor le pudo al hambre, en mi caso al menos.
He de hacer mención, como integrante que soy, a la peña EL LAGARTO: si no me equivoco la formamos 37 personas. Su creación surgió de repente cuando se producía la batalla de la espuma en el pilar el año anterior, como una broma sin consistencia, una intentona sin más. Sin embargo, caló hondo y superó las previsiones más halagüeñas. Ojalá cunda el ejemplo y se formen muchas más.


Es de destacar, por lo novedoso, la chocollá o tamborra (así se llama la fiesta de Calanda -Teruel- donde las calles se llenan de tambores que percuten sin cesar).
Nuestro instrumental musical era variopinto pues todo tenía cabida, desde las cañas rocieras, cacerolas, bombos de lavadora, sartenes viejas, cencerros, esquilas, panderetas de tómbola, espantapájaros de hojalata y algún tambor remendado.


Abría la comitiva la autoridad, el presidente Ignacio, que se afanaba en tocar la flauta y el tambor; como una sombra por el costado le seguía Juan, el marido de Ino, cargando al hombro un radiocasette desde el que salían casi inaudibles las notas de una jota castellana.
Por detrás venía el séquito de bullangueros sin orden ni concierto, pero formando una algarabía llena de alegría. Todo estuvo bien y participé de lleno.


Y si ahora tuviese que elegir uno de los mejores momentos que he vivido, presenciado y compartido, destacaría sin vacilar el desayuno a la sombra del choperal.
Recuerdo que estaba degustando la chocolatada que mis compañeras habían cocinado como desayuno en el local; el pueblo permanecía bajo el letargo de una noche verbenera y divertida; la brisa de la mañana refrescaba el ambiente; de tanto en tanto, como intangible presencia, el viento mecía las ramas bajas; sólo alteraban la quietud los comentarios de mis colegas de la peña; intuí que me rondaba uno de esos pellizquitos de felicidad, de los que pueden llegar cuando la mente se relaja y todo lo que acontece nos depara una agradable laxitud. Fue ahí cuando sucumbí ante el menú de sensaciones que llegaban. Todo se alió, reinaba el buen humor, el chocolate estaba exquisito, los bizcochos sabrosos y la carretera permanecía desierta. Algunos peñistas tomaron asiento a mi lado y el encanto marchó raudo para dejarme en la desenfadada tertulia de mis compañeros de mesa.
Y, visto desde la distancia y con el rigor que produce la vuelta a la normalidad, creo, sin temor a equivocarme, que la experiencia resultó enriquecedora porque estrechó lazos y cuando llegue el próximo verano tendremos 37 razones más para asistir a las fiestas de San Lorenzo.


20 julio 2009

POLONIA

Salimos del aeropuerto del Prat a las once y media de la mañana y aterrizamos en Varsovia tres horas más tarde. Nuestro grupo estaba compuesto por una treintena de españoles residentes en Cataluña.
De camino al hotel cruzamos en autobús las calles de Varsovia, cuya población oscila en torno a 1.800.000 varsovianos.
La guía, Inca, incidió de manera reiterada sobre los destrozos que la 2ª guerra mundial había causado en la ciudad: a excepción de la zona dónde vivían los nazis todo quedó asolado.


Varsovia nocturna
Los polacos queriendo “pasar página” restauraron las fachadas siendo fieles a su pasado. En definitiva, por los comentarios de la guía sobre los monumentos que encontrábamos durante el trayecto, por las alusiones a familiares vivos que vivieron de pleno aquella tragedia: el holocausto estaba presente.
Al día siguiente nos desplazamos en autobús hasta Zakopane, debajo de los montes Tatra, uno de los lugares donde Juan Pablo II se retiraba a descansar.
En lo alto de Zakopane


La autovía que nos sacó de Varsovia se convirtió en carretera a los pocos kilómetros. Una vía estrecha que descendía hasta Cracovia. La climatología era más benigna que la que habíamos dejado en España. Los chubascos veraniegos de escasa intensidad son frecuentes y aparecían de repente. Ese riego natural se notaba en el verdor de los valles que cruzábamos y en la espesa frondosidad de los bosques que copaban el territorio.
Su moneda es el zloty; un euro equivale a 4,30 zlotys. Ese era el precio de un café o un refresco. Si bien el salario medio de un trabajador polaco, según comentó la guía, no excedía los 600 euros.
Abandonamos Zakopane y subimos en un funicular hasta unos miradores desde los que se divisaban los montes Tatra y una panorámicas extensas y profundas que el buen tiempo nos permitió contemplar. Allí arriba se levantaba un mercado ambulante donde se vendían productos de lo que la tierra y la ganadería les daba, lana y sus derivados, pieles, quesos, recuerdos y unas cerezas muy ricas, etc.
Zakopane en invierno está prácticamente desierta, pues la nieve es cuantiosa y las comunicaciones precarias. Ahora estaba en pleno auge, buenos hoteles, ocupados por muchos senderistas que hacían rutas por aquellas montañas.
Por una parte, me sorprendió que siendo un lugar tan frío las casas fuesen de madera. Aunque vista la cantidad de bosques pensé que era materia prima abundante y asequible.


Los polacos emigrantes que regresaban comenzaban a levantarlas de piedra aunque el tejado seguía siendo de madera. Escaseaba la teja y cubrían las casas con material sintético, de poco peso, pues la excesiva inclinación para que se deslizase la nieve requería material liviano e impermeable.
También observé cuán devotos eran los polacos: la estatuas con el pedestal lleno de flores tenían su lugar en el jardín, o bien tras los cristales de alguna ventana superior y visible.

En Cracovia vi por primera vez a los judíos ortodoxos, de camino a la sinagoga, destacaban sus largas patillas con tirabuzones, vestidos con trajes y sombreros negros. Parecían acostumbrados a la presencia de turistas y no les incomodó nuestro descaro al observarlos.
El río Vístula de aguas quietas cruza la ciudad. Los barcos golondrinas se extienden a lo largo del cauce, en cuyos márgenes ajardinados paseaba la gente o practicaba deporte.
Rio Vístula en Cracovia

Visitamos las famosa minas de sal en Wieliczka, descendimos 832 rudimentarios escalones de madera hasta 130 metros. Hacía frío por la corriente de aire con que insuflaban las galerías. Nos habían alarmado con la insistencia en llevar ropa de abrigo. Tampoco fue para tanto, fresco sí pero frío no.

En cualquier caso resultó sorprendente ver restaurantes y capillas allí abajo. Grupos escultóricos de gran realismo donde se exponía la actividad de la mina. Los mulos girando en una noria de poleas izaban el material. Crudo destino el suyo: bajaban a la mina y ya nunca verían la luz.
Otro día descendimos por los rápidos del río Dunajet, cercado por montañas boscosas y delimitando la frontera con Eslovaquia. Dieciocho kilómetros de rápidos suaves e inquietos, sorteados por dos remeros, uno a proa y el otro a popa. Cada meandro deparaba una sorpresa en el paisaje espectacular del cañón.

Varsovia tiene la plaza medieval más antigua de Europa, dijo Inca al visitarla. Un hervidero colorista con músicos locales de gran nivel (algo tendrá que ver F. Chopin). Allí mismo entre canción y canción vendían sus Cds. Mimos, brujas, acordeonistas, violinistas, marionetas y carruajes engalanados portando recién casados y turistas.
Esto es una bruja y no Aramis Fuster
Al fin llegó lo que yo más esperaba y la razón primordial de mi viaje: ¡Auschwitz y Birkenau!.
Sobre este muro fusilaban a la gente

Después de visitarlo comprendo y respeto que haya gente que prefiera no entrar. Por los barracones parece no haber pasado el tiempo y tienen un olor peculiar. Las vallas electrificadas, el ramal de la vía férrea que entraba bajo el torreón central, las torres de vigilancia. Al entrar en el campo, da la bienvenida una inscripción a modo de arco: “El trabajo te hace libre”. Bajo esas letras pasaron un millón de personas de camino a una muerte inesperada.


Y el saber que todo aquello surgió de unas elecciones democráticas me produjo muchísima lástima. Allí estaba la casa del comandante Rudolf Höss, el muro de la muerte, las salas con los embudos por donde introducían el gas. Los crematorios. En el museo vimos las maletas con el número del preso a quien pertenecían. Amplias vitrinas donde se exponían los cabellos rapados a las mujeres, lentes, zapatos, implantes ortopédicos, etc. Los polacos no quieren que aquel holocausto se enfríe con el tiempo, sino que han creado una fundación para aportar más referentes y de este modo la humanidad siempre lo tenga presente.
Porque después de ver aquello uno se hace cruces al comprobar hasta que punto puede llegar la sinrazón humana y el grado de cobardía en las naciones ante semejante barbarie.

04 junio 2009

Los encierros de San Bartolo


En el noroeste de Salamanca, se encuentra Aldeadávila, un pueblo enfervorizado con los encierros taurinos. Cada veintidós de Agosto a la seis de la tarde hace su aparición la magia esperada cuando se lleva a cabo el desenjaule del ganado bravo.
Al entrar en el prado del Rocoso llama la atención una escultura metálica negra y plana: un toro acomete a un caballo montado por un vaquero con su garrocha fijando al bravo.
Un muro de piedra que gana altura con tubo pasamanos fijado sobre robustos pilares circunda El Rocoso. Colindante al prado se extiende un pequeño embalse de agua que abastece las casas del lugar. Rocas milenarias, redondeadas y musgosas salpican el paisaje ancestral de ese paraje. No hay huertas, porque el terreno árido y rocoso no es propicio para ofrecer buenas cosechas, aunque en un tiempo no muy lejano sí se aprovechaba la poca tierra cultivable. Hoy todo ha cambiado y la agricultura ya no es el sustento vital de las familias.
El acto en sí del desenjaule se ha convertido en una tradición festiva de visita obligada, tanto para los vecinos como para los invitados de otros pueblos que acuden por el reclamo de ver la estampa de la torada. Tanto es así que ha conseguido el tirón popular de una cautivante romería, porque los toros en esta tierra, su tierra, forman parte de su historia.
Al llegar a las inmediaciones del Rocoso suelen producirse encuentros entre vecinos que llegan desde otras ciudades. Por eso se escucha por doquier la misma cantinela: ¿Que tal?, ¿Cómo estáis? ¿La familia bien? Nosotros bien…gracias.
Los forasteros que llegan alejándose del bullicio urbano observan extasiados el ganado bravo y tienen la ocasión de distinguir los pueblos portugueses de la franja fronteriza o contemplar el poniente malva que se esconde tras las colinas lusitanas al declinar la tarde. Y son conscientes que no muy lejos de allí hay otro país con otra historia. Tan cerca y tan lejos a la vez.
La tarde del desenjaule las aguas del estanque devuelven el reflejo colorista del caminar de la gente junto a la tapia del prado. Muchos son los que llevan la bolsa con la merienda, también un paraguas negro grande, que lo mismo sirve par un entierro en plena tormenta, que para una boda en la canícula de Agosto. Y hay quien camina blandiendo ridículas sombrillas amarillas de tiendas de “Todo a cien” con la cabeza de un dragón como empuñadura tallada.
Algunos muchachos van con sudados sombreros de paja o gorras publicitarias. En las mujeres son llamativos los pañuelos que cubren su cabello; son escasos los tacones y abundantes las zapatillas deportivas. Probablemente sea la tarde del año que menos pantalones femeninos cuelguen en el armario. No hay complejo que valga porque las dietas y las modas se quedaron bajo el letrero anunciador a la entrada del pueblo y allí esperarán hasta que terminen las fiestas. Todo tiene cabida, por muy esperpéntico que sea, todo vale para mitigar los últimos coletazos de un sol de justicia.

A la hora taurina de las seis de la tarde llega el camión con los verdaderos protagonistas de las fiestas de San Bartolomé (San Bartolo para los nativos, pues la campechanía es un valor natural de esta tierra y por muy santo que fuera no se iba a librar de un mote popular).
Conviene zambullirse en el tiempo para ver la evolución de los encierros y así poder entender el arraigo que cala siempre en las distintas generaciones que tienen el placer de disfrutarlos.
Me contaba mi padre que hubo un tiempo en el que los “medidores” organizaban las fiestas tras llegar a un acuerdo con el ayuntamiento. La medición era la tarea que aceptaba una familia y que tenía como misión prioritaria calibrar el peso o la capacidad en todas aquellas ventas o tratos donde hubiese que medir cántaros, fanegas o lo que se terciara. Una porción mínima del género era el pingüe beneficio que quedaba para el medidor por su trabajo.
Cuando llegaba la primavera, “los medidores”, visitaban alguna ganadería con el propósito de elegir las reses “Pa las fiestas del toru, pallá pal venticincu dagostu”, en esta jerga se lo recalcaban al mayoral de la dehesa.
El mayoral cumplía lo acordado y montado a caballo llevaba el ganado desde la dehesa hasta el prado, cruzando pueblos y caminos, sin más garantía que la otorgada por su experiencia y la encomiable ayuda de sus vaqueros.

Cuentan también que en cierta ocasión la mocedad no estaba contenta con los “medidores”. Por eso cuando terminó la carrera del encierro los mozos expulsaron a los toros de la plaza.
Con el paso de los años se fue alternando la ubicación del prado, aunque la ciudadanía nunca ha sido partidaria de las variaciones. Cualquier modificación en el programa de festejos puede originar entre la población una quimera de final incierto. Se palpa en las tertulias que la tradición es sagrada. No importa que en otros pueblos del contorno sí se hayan producido cambios en actos y horarios.
Tal vez, porque lo añejo, aquello que se anquilosa en el tiempo, como el vino que reposa en las bodegas de la Ribera, adquiere más valor cuanto más poso crea. Esta tierra tiene un apego singular, algo emana en ella que la hace diferente. Bien pudiera ser por el carácter de su gente hospitalaria y el arrojo que pulula por las calles como sello de identidad de una tierra tranquila y perezosa ante los vaivenes de otros lugares.

Conviene reseñar que aparte de anunciarse en el programa la hora de comienzo del desenjaule, siempre suele haber el típico vecino, ansioso por la gloria de las primicias, que asegura haber visto el camión que trae al ganado en algún punto del trayecto. El camionero y sus ayudantes realizan varias paradas durante el itinerario. Costumbres supersticiosas porque lo que llevan en el camión no son fardos, sino algo muy serio que coquetea con la muerte. Podríamos decir que existe cierta similitud existencial entre los novillos y los vaqueros que les custodian. Los primeros recibieron todos los cuidados con el objetivo final de llegar a los carteles de las grandes ferias y acaban muriendo en plazas irrelevantes. Por su parte los vaqueros, en otro tiempo maletillas que dormían con la miseria y alimentaban el hambre con el sueño del triunfo y el dinero a raudales, tuvieron que claudicar y conformarse con un trabajo de peón en la finca del mayoral que antaño les perseguía.
Cuentan también como curiosidad que el párroco de Balsalabroso era un experto vaquero; y no veo nexos de unión entre la vocación eclesiástica y correr a caballo en los encierros.
Es de dominio público que el camión enjaulado suele estacionar durante unos minutos en la plaza del abrevadero del pueblo anterior, Zarza de Pumareda, a cuatro kilómetros del Rocoso. Durante la parada, el chófer y sus ayudantes suelen tomar un refresco en la cantina del pueblo. Su presencia en aquel lugar corre de boca en boca como un reguero que traspasa los pueblos.
Mi padre me contó que hace unos años la gente acudió como siempre para ver los novillos. Esa tarde poco antes de que el camión estacionara y los operarios municipales instalaran la plataforma por la que bajaría el ganado, cualquier lugar que permitiese obtener una amplia visión del prado era ocupado.
Aquel día el suceso ocurrió en un prado normal, es decir con las paredes de piedra habituales, quizá sin la altura suficiente y segura que requería la ocasión. Las rocas y paredes de las fincas cercanas eran un hervidero colorista y alegre de gente acomodada sobre toallas o mantas, porque las piedras a esa hora todavía quemaban. No primó la seguridad de la integridad física sobre la posibilidad de una mejor visión del prado.
Por eso, las rocas de poca altura eran ocupadas por gente mayor y también por aquellos que llegaron tarde y no encontraron otro acomodo mejor. Ya pastaban en el prado los bueyes que convivían con los toros en la dehesa. Algunos jóvenes esperaban a una distancia prudencial dentro del prado, ignorando los carteles que prohibían el acceso al interior. Los guardianes “armados” con garrotes y cayados ordenaban a los intrusos que salieran del pasto, pero éstos no estaban por la labor de hacerles mucho caso y esperaban hasta ser descubiertos por el toro para disfrutar de la emoción y el peligro de la segura embestida. Luego, tras una breve carrera y un salto certero se encaramaban sobre la pared y el toro corría raudo atraído por el engaño.
A simple vista era evidente que las paredes del prado no ofrecían mucha seguridad. Circunstancia que quedó patente cuando un grupo de mozalbetes cayeron algunas piedras de la pared y dejaron aquel tramo desguarnecido y sin tiempo para restaurarlo.
El primer toro que descendió por la rampa buscó ansioso la vereda que podía devolverle hacia la libertad de su dehesa. Un grupo de espectadores acomodados sobre una roca de escasa altura vieron aterrados como el animal enfilaba hacia ellos.
“Vienin pa nusotrus porque tienis un jersei colorau” dijo un hombre, a una muchacha que vestía una camiseta rosa. Y allí delante, justo en el lugar dónde los mozalbetes habían derribado parte de la pared, el toro soltó un gañafón que levantó una polvareda cuando las piedras rodaron por el suelo. El novillo quedó aturdido y a escasos metros del grupo del bromista y la muchacha. Si el animal embestía podía hacer una carnicería. Entonces, el gracioso, lleno de pánico, gritó: “¡Tapai a la rapaza! ¡Que el toru no la vea! –gritaba, justificando su miedo- ¡Tapaila! ¡Por Dios que no la vea!” – imploraba casi rezando.
El toro saltó y los demás le siguieron a campo traviesa. De nada sirvieron los vaqueros y sus gritos coléricos para detenerlos.
La gente no tomó el accidente como un percance. El miedo es libre y para algunos el hecho de saber que los toros andaban sueltos les obligó a quedarse en casa. Sin embargo para otros aquella fuga era una prolongación de la fiesta.
Minutos después, para saber el lugar por dónde pasaba la torada en la lejanía, bastaba con observar las paredes de las fincas con gente subida encima. Aunque, la señal más evidente y precisa del lugar por donde pasaban, lo indicaba la gente hacinada en los bajos de las torres de alta tensión, haciendo caso omiso del rótulo rojo, donde se advertía del peligro de morir electrocutado. Tres mozos apurados subieron en un árbol nuevo que no soportó el peso y sus ramas doblaron a escasos metros de los astados. Por fortuna los toros se alejaron y la inconsciencia de los mozos quedó como un episodio más para comentar después en los bares del pueblo.
Un señor que prefería verlos más tarde sin el agobio del público, avanzaba tranquilo por un camino de altas paredes ignorando lo acontecido en el prado. No pudo reaccionar al verlos de frente. Cuentan que el hombre subía y bajaba entre los arbustos y escobas que jalonaban el camino. San Bartolo acudió a protegerle e hizo que aquel cuerpo zarandeado cayese encima del techo de un auto aparcado allí. Todo quedó en un susto morrocotudo, una breve estancia en el hospital y el dolor pasajero de unos golpes contundentes para el recuerdo.
Durante esos días las huertas estuvieron abandonadas ante el temor de que apareciese un novillo ávido de comer lechugas o tomates tiernos a la sombra del cerezo.
El día de San Bartolo se rinde culto al patrón con misa cantada por el cura y la colaboración de otros sacerdotes hijos del pueblo. El sonido del tamboril y la dulzaina abren la solemne procesión por las calles. Cohetes estruendosos cortan el cielo y toda la fauna doméstica permanece asustada, escondida y callada.
Al llegar la noche las carrozas de ingenio casero le dan un tinte surrealista a la avenida principal del pueblo. Flashes y cámaras disparan sobre los disfraces de los concursantes. Un poco más tarde, en la plaza, a ritmo de swing, la comisión municipal entrega los trofeos de las competiciones deportivas entre los gritos y bravatas jubilosas de los campeones.
La presentación de la reina de las fiestas y sus damas abren la verbena que se alarga hasta altas horas de la madrugada en la noche más larga.
En las gradas de la talanquera la chiquillería salta en una esquina. Los ancianos sentados observan el movimiento del personal sobre la arena. Toquillas y chaquetas finas, toallas y mantas pequeñas protegen de la brisa los arrumacos de los amores nuevos en la talanquera.
La mesa de sonido de la orquesta con un flexo iluminando la botonera indica que el baile está a punto de empezar. Un tipo con pelos rastas y ojos legañosos maneja un cañón de seguimiento luminoso. La gente tropieza con la manguera de cables que llega hasta el escenario. “¡Quitai esta goma que estorba pa bailar!” reprocha un paisano a los técnicos de la orquesta.
Una abuela baja de la talanquera apoyándose en una muleta. La sigue el abuelo con una boina negra y un pañuelo rojo anudado en el cuello. Felices como dos pipiolos porque su nieta está entre las más bellas. Un lento paseo saludando a los vecinos acorta el trayecto hasta su casa, dos manzanas más arriba en la calle Corredera.
La plaza se va despejando. Una pareja se esmera en aplicar los recientes conocimientos de baile de salón, que aprendieron durante el invierno en el local de la asociación de vecinos del barrio. Y cuando la noche transita en los albores del alba, todos se hacen eco del bolero que la orquesta canta: “Detén el tiempo en tus manos, haz esta noche perpetua, para que nunca se vaya de mí, para que nunca amanezca”.
Suena un cohete potente que anuncia las ocho de la mañana, la hora del apartao. La gente espera subida sobre la tapia del Rocoso sin preocuparse mucho de la brisa mañanera que aprieta de veras. Al instante, los cuatro vaqueros con sus garrochas y sus caballos enjaezados entran en el prado. Los novillos levantan el cuello en actitud retadora, mientras los jinetes comentan la táctica a seguir durante el apartao. Los bravos forman un grupo compacto al abrigo de los bueyes. Los alazanes merodean al trote cercando a los astados y tras varias intentonas consiguen desgranar la manada y apartar los cuatro novillos y los cuatro bueyes del encierro.
Rápidamente la gente se descuelga de la valla y apura el paso por el camino arcilloso que lleva hasta la plaza. Hay espectadores que vuelven en coche para llegar a tiempo de encontrar acomodo en las talanqueras.
Existen tres lugares que son referentes de distancia durante el trayecto: la torre de la iglesia, en cuyo lateral se apoya la talanquera grande, la de abajo; el pilar de San Marcos, la fábrica de aceites y la calle Corredera, que termina en la talanquera de arriba, donde están ubicados los chiqueros.
Suena el cohete que indica el inicio del encierro. Al salir del prado, dos caballistas se sitúan delante y los otros dos en la retaguardia. Un grupo de vecinos, a ratos caminando o en cortas carreras, mantienen la distancia, girando la vista de tanto en tanto para no llevarse algún sobresalto. Por el camino ancho y arcilloso se escucha el tintineo de los cencerros que penden del cuello de los bueyes. Desconocen los novillos que es su último paseo, pero marchan confiados al amparo de los bueyes, como niños a la vera de sus padres.
En la calle Corredera, una cuadrilla de mozos con sombreros mejicanos, simulan correr y gritan a coro: ¡Que vienin! ¡Que vienin! La trampa provoca el efecto dominó: mujeres, muchachos y recientes jubilados se precipitan calle abajo, dando cuerpo al primer tropel.
Abuelos sexagenarios cruzan la plaza con una tranquilidad que exaspera a sus familiares. Se nota que la noche ha sido larga en los ojos de la gente que deambula sobre la arena de la plaza. Las gargantas están rotas y se escuchan voces taberneras en rostros de princesas. La charanga “Los Marinos” interpreta Amparito Roca, pero el público exige una jota. Un tipo vestido con bermudas, camiseta blanca y una gorra azul, cruza la plaza, llevando en las manos varios vasos llenos de chocolate y un paquete grasiento de churros; después se los da a una señora que espera sentada en la primera fila. Suena la jota y la gente baila sobre la arena. El de la camiseta blanca entrega el celular, las llaves del coche y el reloj a una mujer que tiene una video-cámara sobre el regazo, “A ver si me grabas esta vez, entraré por la derecha, al final del tropel” le dice, antes de marchar hacia la Corredera.
La gente de las talanqueras mira hacia las ventanas del campanario. Allí arriba, varios muchachos escudriñan el camino blanco que corta la loma en las afueras del pueblo antes de llegar al pilar de San Marcos. Observan cómo el grupo de caminantes de avanzadilla se disgrega, unos apuran el paso con escasas esperanzas de entrar en la plaza, otros trepan sobre las paredes que cercan el camino. Los vigías del campanario ya distinguen la polvareda que levantan toros y caballos en plena carrera. La gente se percata de que desde el campanario señalan un lugar en la lejanía. Al instante, suena la campana, no es un tañer solemne, el sonido trae parejo la emocionante realidad de que faltan escasos minutos para que la torada esté dentro de la plaza.
El corredor de la camiseta blanca saluda a algunos corredores que encuentra cada año y a esa hora en la Corredera Allí, realizan estiramientos sobre una de las vallas que tapa una travesía.
Al llegar al abrevadero, los novillos olisquean alrededor del brocal y se deciden a beber cuando los bueyes sumergen el morro.




Los caballistas se sitúan detrás y el grueso de corredores espera delante de la fábrica de aceite, donde empieza el casco urbano y el firme de la calzada está cementado
Las huertas de altas paredes que hay entre las viviendas están repletas de gente que grita y exige prudencia, o la salida inmediata, a los conocidos y familiares que pasan en carrera. Los caballistas azulan a la torada y, cuando asoman las primeras reses en la última curva antes de la Corredera, un vecino desde un balcón suelta un explosivo chupinazo cuando apenas quedan trescientos metros para llegar a la plaza, donde la riada de gente entra apretada dando forma al segundo tropel. Desde las talanqueras, los espectadores buscan la presencia de sus familiares o amigos entre los corredores.
Entretanto, en la esquina de la Corredera, los corredores saltan hacia arriba para ver y calcular la distancia que les separa de los toros y se precipitan a tumba abierta hacia la plaza. La campana tañe con más premura que nunca. Se oyen gritos, se reprochan codazos, se pide calma: “¡Tenemos tiempo! ¡No empujéis! Un resbalón, invadir el imaginario carril del costado, puede originar una caída, que puede convertirse en montonera con fatales consecuencias. Por delante el polvo de los corredores anubla la puerta de la plaza. El ruido de los cascos de caballos se escucha detrás del cogote, pero no hay tiempo para mirar hacia atrás. Sólo correr y correr, con aplomo y seguridad en la entrada de la angosta puerta. El de la camisa blanca se percata de que los que le preceden aminoran la marcha debajo de la puerta, porque hay un inconsciente que quiere ver hasta el último momento el morro de los astados. Al final, y tras algún empujón, el tipo deja paso pero es demasiado tarde. El de la camiseta blanca, al rebasar la puerta, se abre hacia la derecha y los cuernos de los astados pasan a su lado. Se escucha el grito desgarrador de la gente. Un hombre es alcanzado en un derrote y vuela en el aire como un muñeco de trapo. El de la camiseta blanca corre con todas sus fuerzas, buscando el hueco que le facilitan entre los palenques la solidaria gente de la talanquera de abajo. La caída dejó inconsciente al corredor alcanzado que es retirado de la plaza entre gestos de preocupación de sus portadores, mientras la gente ve el bamboleo inerte de la cabeza del herido, y se disparan los comentarios catastrofistas en los tendidos. Después corre de boca en boca el tranquilizador parte del galeno: “Solo es la conmoción que le produjo el caer en tan mala posición”.




Desde la talanquera, la familia del corredor de la camiseta blanca, le reprocha haber entrado tan apurado. El corredor junta las manos a la altura del pecho y les pide perdón, pero su padre, un anciano de ochenta años, sonríe feliz y altanero porque el niño que antaño lloraba cuando no veía entrar corriendo a su papá, ahora había sido capaz de cruzar España, desde el Mediterráneo hasta Portugal para disfrutar de tan arraigada tradición.

31 mayo 2009

cuando el día se tuerce

En la empresa donde trabajo cuando llega el primer viernes de Junio celebramos nuestra fiesta patronal. Tiempo atrás se organizaban competiciones de diversa índole, ping pong, futbolín, billar, también juegos de mesa, algún paseo marcha y el colofón corría a cargo del partido de fútbol después de la misa. Ahora todo aquel fragor ha decaído, no obstante, aún se realizan actividades.




La jornada de pesca quizá sea la actividad que perdura y además la participación va incrementando. Las noches de los viernes precedentes a la fiesta, mis compañeros pescadores acuden hasta un acantilado y van anotando y pesando las capturas.
El último viernes invitan a cenar y pasamos las primeras horas de la noche en animada tertulia mientras cuelgan las cañas del acantilado y el mar calmo se funde con el reflejo claro que la luna irradia sobre la mole de agua




(Salva, Antonio, Fede y José)


Este sábado participé en una marcha de motos que había prevista. Nos reunimos en las instalaciones de la empresa y comprobamos que faltaba más de la mitad de gente que había apuntada. Ellos se lo perdieron. Porque lo pasamos muy bien hasta que pasó lo que pasó. Mis compañeros moteros tienen unas máquinas muy potentes si las comparamos con la mía. Además, van pertrechados con trajes de cuero para que les proteja si se produce alguna caída.
Yo sólo utilizo la moto en verano y me presenté como un paisano cualquiera que pretende dar un paseo nada más.



De izquierda a derecha, Fede, José, Antonio, Salva


Salimos de Tarragona y enfilamos por la autovía de Reus. Mi borriquilla iba la primera, ellos muy respetuosos dejaban que marcase el ritmo de la marcha y yo forzaba para equipararme un poco, eso sí, atento a las señales y a los posibles radares.






(silencio, calma y fragancia campestre en la sierra de Prades)

Iniciamos el ascenso a Falset y con la mano les indiqué que me adelantasen. Ahí fue donde me di cuenta de que mi borriquilla y mi falta de habilidad podían dar con mis huesos en el asfalto si trataba de seguirlos. Veía desde atrás como inclinaban su cuerpo hacía un lado y otro de la moto para trazar las curvas. Yo ni lo intentaba. (Tenía en mi recuerdo una tarde que subía a mi parcela y quise emular esas tumbadas que hacen los corredores. Y tanto que la hice: la graba y mi falta de destrezza me sacaron de la carretera y acabé dentro de una finca de olivos con la moto destartalada y mi cuerpo golpeado).


(En esta fuente se celebra una fiesta a la que acude mucha gente para beber el champán que sustituye al agua en los caños)


Mis compañeros, me esperaban en los cruces de los pueblos que pasábamos para que no me perdiese. Me encantaban los paisajes de aquellos valles y hondonadas. A mi paso trataba de recordar los lugares donde podía realizar fotografías interesantes al volver.
Al trazar una curva en medio de un bosque, mi rueda delantera acabó dentro de una pequeña grieta que había en el centro. Se me pusieron de corbata, la moto trastabilló y pude seguir por el carril contrario. Si llega a venir algún auto es posible que el resultado hubiese sido malo para mi.
El pueblo donde terminaba la ruta era un avispero de moteros ataviados como mis compañeros con sus trajes de cuero y sus pañuelos al cuello.
Repusimos fuerzas y al regresar les dije que no me esperasen porque quería hacer fotos y detenerme si quería contemplar aquellas frondosas panorámicas.
No me hicieron caso y siguieron esperándome hasta que ya faltaban unos cincuenta kilómetros para llegar a Tarragona.





(El perro afgano y su fiel estatutario)


Al atardecer mi mujer y yo nos fuimos a Salou con la moto para cenar en una de las terrazas del Paseo Marítimo. Yo estaba de guardia en mi trabajo y olvidé llevar el móvil. Pensé que si ocurría algo y no me localizaban, llamarían a casa y mis hijas, secuestradas por los exámenes, llamarían al de mi mujer. No había problema.
Al volver había una llamada perdida en el teléfono. Llamé y mi compañero y amigo Federico me dice que poco después de dejarme a mi en un collado realizando las últimas fotografías, en una rotonda se le cruzó un coche y se empotró. Su cuerpo salió despedido por encima del auto invasor. Rápido acudió la ambulancia y le llevaron al hospital. Tiene un fuerte impacto en el hombro. Me comenta que le han puesto un vendaje y que el lunes el equipo médico decide si lo han de operar.
“ Todo había ido perfecto, había sido un día precioso, me había reído y divertido con vosotros” me decía lamentándose.
Yo le respondí con palabras de consuelo más que trilladas en estas circunstancias: “Fede, dale gracias al de arriba, podía haber sido mucho peor” Pero en el fondo yo pensaba que no era justo, porque Fede es un tipo prudente, educado y sensato. No es un loco que arriesga para contarlo después como una proeza. Sin embargo, el azar permanece agazapado en el lugar menos inesperado para amargarte el día. Desde aquí te digo Fede que el año que viene si el ánimo persiste volveremos a intentarlo.




Panorámica desde el collado de Lilla, al fondo Tarragona y el mar, ahí abajo en una rotonda tuvo Fede el accidente





25 mayo 2009

Paella frontenis




Otra jornada más compartiendo una comida en el campo. El amigo Marcos, ataviado con su gorro y abalorios de cocinero, condimentó una sabrosa paella. Tal vez el tentempié de bienvenida restó parte del apetito. Aunque no se notó, quien esto escribe repitió ración, ese arroz pegado que queda en la paellera es mi preferido.
La enconada rivalidad que domina en la cancha, dio paso a un grupo de amigos alrededor de una mesa, recordando días y partidos. También jugadas dudosas que en su momento pudieron resultar decisivas.


Contamos con la presencia de los señores Manrique y Oterino, quienes, primero como jugadores y ahora como directivos, son santo y seña en lo referente al deporte de la Pelota en Tarragona.
Pacheco y José Luis se auparon con el campeonato de parejas. Rioja y Abel quedaron en segundo lugar. Los cuatro tuvieron su correspondiente trofeo. A los que no ganamos nada también nos obsequiaron con un llavero que lleva grabado el escudo del Nastic.

Podríamos decir que esto es deporte en el amplio sentido de la palabra, sin retribución de ningún tipo, sólo la honrilla de ganar hace que los sábados a las ocho de la mañana haya que guardar turno en la cancha para jugar, pues siempre hay quienes madrugan más para entrenar y depurar su técnica con vistas a los siguientes campeonatos.



15 abril 2009

El día del hornazo














Aunque lo parezca no son los Fiordos Noruegos, son los paisajes de mi tierra.

La pascua no es lo mismo que el verano en cuanto al tiempo para disfrutar vacaciones. Por eso surgen las dudas: pocos días para tanta distancia; ¿y si al llegar nos sorprende la lluvia, y pasamos los días entre el bar y el brasero?, ¿por qué no vamos a otro lugar como si fuera un fin de semana?
Pero hay algo que tira porque al fin y al cabo somos afortunados, tenemos pueblo, otros quisieran dilucidar esa incógnita, mas no pueden, sólo tiene su calle, barrio o plaza en la ciudad.
A la hora de emprender el viaje cada cual tiene sus manías, supersticiones o estrategias para afrontarlo. Las circunstancias de no ha mucho tiempo me enseñaron a viajar durante la noche, creo que es más comodo y seguro aunque pueda parecer lo contrario. Es evidente que el cuerpo ha de estar preparado con una reconfortante siesta.
A las nueve de la noche salimos de Tarragona y cuando avistamos Salamanca el cuerpo me dijo: "hasta aquí hemos llegao compadre". Continuó mi hija al volante, luego me dijeron que yo roncaba, no me percaté. Creo que después del "suplicio"es algo de sobras merecido.
Mi compadre Angel (de Hinojosa de los Comendadores) no lleva un traje ignifugo, tampoco prepara oposiciones al infierno porque es buena gente, sólo es un efecto de la cámara.















Tertulia después de la comida
La fiesta del hornazo se hizo acreedora del desplazamiento. Buen sol, campo en pleno fulgor y clima agradable, ni siquiera el viento inquietó cuando encendimos las hogueras en las cuidadas barbacoas del LLano de la Bodega. Un paraje genuino y hermoso. (Intuyo que no pasará mucho tiempo hasta que llegue el avispado emprendedor que haga negocio allí. Las vistas que se pueden contemplar desde diferentes enclaves son algo de belleza inusual. Y en los posibles paseos supongo que hay margen suficiente para aplicar rutas con diferentes grados de dificultad).



La gente que optó, como nosotros, por disfrutarlo en el LLano de la Bodega, hicimos acopio de arbustos y leña seca que encontrabamos entre las peñas, otros más previsores descargaban pequeños troncos de roble que traían de casa. Allá por donde pasabas siempre surgia la hospitalidad de quienes encontrabas y al intante te ofrecían las delicadezas que estaban degustando en su mesa.















Explanada del estrato inferior desde la que nos llegaba el inconfundible sonido del tambor. A la derecha se aprecia el carril que lleva al Picón de Felipe.
Como una caravana de colores vivos la gente caminaba por el sendero que llegaba hasta el Picón de Felipe. A media tarde, en un estrato más bajo, el sonido del tambor y la flauta, entonando una jota castellana, y el jijeo de los acompañantes llegaba nítido hasta el LLano.








Lanzando la bola, en la otra foto preparando las estrategias


Participé en el juego de la petanca y competí con jugadores de "muy alto nivel" que me asesoraron en la técnica del juego.
Un abuelo enseñaba a sus nietos la secular constumbre de rodar el huevo, al tiempo que el buen hombre daba vueltas y cabriolas como un joven bufón para teminar cayendo sobre la hierba ante las risas destornillantes de la troupe de nietos y amigos de los nietos que congregó.
A medida que comenzó a refrescar la brisa, la gente embutió sillas y mesas en los maleteros. Regresamos por la comarcal como el convoy de bicicletas que muchos años atrás regresaba a sus casas con los ciclistas sudados y cansados para ofrecernos el actual bienestar.
Otro año más que rompimos barreras de sueño y distancia para honrar una tradición tan enraizada como "el día del hornazo".
El regreso ese mismo día a las doce de la noche fue menos duro de lo que pueda parecer. El café que elaboró Carmen es el mejor antídoto para mitigar el sueño. Con el tono desenfadado que nos permite la amistad, he de decir que aquel brebaje era puro alquitrán (gracias, Carmen, mis neuronas estaban espitosas, me vino fenomenal) Antes de entrar en casa fuimos a recoger a Zizou que estaba solo en otro lugar.
A la derecha, rompiendo el amanecer. A la izquierda ya en el final del trayecto