La frase del dia

13 agosto 2013

El señor Francisco Moya:" EL CHUPALIGAS"




Genio y figura

San Cristóbal de Entreviñas


Iglesia de San Cristóbal 


con D. Miguel, el parroco, en la exposición de fotografías



Juan Andrés, Pili y su nieto, Bosco y Esme.
Los Lagartos con D, Francisco Moya, "el chupaligas"
José y Andrés-
D Francisco y la Banda Trapera del Candeneo.



Manuela y Angelines, nos invitaron a chocolate.

La mascota, dentro va Olegario.
cuando llegué a Zarza de Pumareda, me comentaron en la peña Los Lagartos que tendríamos la colaboración especial del insigne CHUPALIGAS para amenizar el  pasacalles.  
Cuando le vi supe que tenía delante a un  mito viviente. Acudió con su trompeta en la mano, como si fuera un apéndice más de su cuerpo. Vestido con una camisa de un rojo brillante que conjuntaba con la blancura del resto de su vestuario, pantalones, zapatos y sombrero.
Intuí que el señor Francisco Moya  al vestirse esa mañana para el "evento" había repasado el sempiterno bigote que blanqueaba más a sus 87 años.
Después de amenizar el pasacalles por el pueblo nos sentamos en el bar para tomar unos refrescos y conversar.
Con su permiso me dispuse a anotar el torrente de vivencias que Francisco me contaba. Es por eso que, a partir de este párrafo, serán las palabras del señor Francisco las que den forma a este relato:
Nací en 1926, en un pueblo zamorano de la comarca de Benavente que se llama San Cristóbal de Entreviñas.
Mis padres eran propietarios de un circo. Al poco de estallar la guerra civil, estábamos en Málaga y cayó una bomba que mató a veintitrés artistas del circo  ...entre los que se encontraban mis padres. Mis tres hermanos y yo sobrevivimos porque estábamos jugando en el exterior. Al llegar a la carpa todo estaba destruido y había restos de la masacre humana desperdigados por el suelo. 
Los barcos continuaban bombardeando la ciudad y nosotros nos cobijábamos bajo tierra en la galería de una alcantarilla. Unos señores nos recogieron y llevaron a un hospicio de Alicante. Yo saltaba la tapia y me escapaba en busca de comida, pero siempre terminaba otra vez en el hospicio. 
Fueron tiempos duros hasta que se hizo cargo de nosotros un tío nuestro. La adolescencia fue trascurriendo trabajando en los títeres y la música.
Diecinueve años tenía yo cuando vine con mi tío a actuar en Cabeza del Caballo. “Tú tienes que bailar un baile conmigo” me dijo Ángela, una moza, que, además de ser guapa bailaba y cantaba muy bien. Mi tío interpretó con su trompeta un pasodoble y ahí comenzó a forjarse nuestro amor. 
Como matrimonio continuamos ganándonos la vida actuando en las fiestas populares. Sin embargo, las ganancias no llegaban para cubrir las necesidades que mis cinco hijos. Mi mujer y yo nos desplazábamos de pueblo en pueblo con un carrito tirado por un burro. Ahí dormíamos al terminar las actuaciones. La mocedad continuaba la juerga y muchas veces pasaban cerca de nuestro carro pero jamás nos molestaron.
En cierta ocasión, cuando estábamos inmersos en pleno baile, se presentó la pareja de la guardia civil. “Haga el favor de enseñarnos su carnet del sindicato del espectáculo”, exigieron. “Yo no tengo ese carnet”, les dije. “Pues entonces no puede seguir actuando”, argumentaron. “Mire usted señor guardia, si no me dejan actuar con mi trompeta no podré alimentar a mí familia”, expuse. “Lo sentimos pero las normas son las normas y nuestra obligación es que las cumplan todos por igual”, sentenciaron los agentes. El baile se suspendió y la fiesta terminó. Lo mismo sucedió un tiempo más tarde en otro pueblo y ya no me quedó otra alternativa que intentar obtener  el carnet de músico profesional.
El día del examen acudí con la única trompeta que tenía y la pobre estaba parcheada con tela porque ya era vieja y el aire se escapaba entre los pistones. Me examinaron en segundo lugar. Detrás de mí  había otro grupo de alumnos preparados para la prueba.
“Haga usted el favor de interpretar esta pieza”, me dijo uno de los profesores, soltando encima de la mesa una partitura que ocupaba al menos tres folios. “Yo no sé qué son todas esas rayas negras y palotes que hay escritos aquí”, justifiqué. “Entonces, ¿Cómo quiere usted que le concedamos el carnet si no sabe solfear?, comprenderá que para nosotros no es válido” dijo el profesor que parecía mandar.
“Dígame la canción que quiere que toque y, si no sé, aceptaré su decisión”, me atreví a decir para salir de aquella situación que parecía irreversible.
El hombre, para terminar de una vez y convencido de mi fracaso, añadió: “Toque usted lo que quiera”. Inicié las primeras notas del pasodoble “En er mundo”, vi en sus caras el gesto de grata sorpresa y continué recreándome en la interpretación.
“Vale, vale”, dijo el que mandaba y añadió: “Usted no sabrá solfear pero toca la trompeta mejor que todos esos que han estudiado en el conservatorio”.  Así dispuse al fin del dichoso papel que me acreditaba como músico profesional.
Alternaba las actuaciones con trabajos esporádicos en el campo. La primera vez que fui de jornalero a segar, dejé la hoz en el suelo y con las dos manos junté las cañas hasta que logré sujetarlas con una sola mano, después cogí la hoz y las serré. 
He trabajado de todo y al fin tuve que emigrar a Alemania. Trabajé en una fábrica de Nuremberg y pude llevarme a mi familia. Ángela cuidaba los niños de otros matrimonios y mis hijos comenzaron a actuar conmigo en los locales de los emigrantes españoles. Nos fue bien, pero vi que si continuábamos allí mis hijos perderían sus raíces y eso no me gustaba nada. Decidimos regresar a España.
Tengo dos hijos que estudiaron música y tiene su propia orquesta. Angelita (dice este nombre por primera vez) murió hace dos años el día de los difuntos y, desde entonces no hay un solo día en mi vida en que  no acuda a visitarla. (Es en ese momento cuando reparo que lleva las dos alianzas en la mano). 
Ha sido y será la mujer de mi vida y no hay millones de dinero suficientes en el mundo para que yo abandone Cabeza del Caballo porque ahí está Angelita.
Hablamos largo y tendido durante la comida. “Yo lo único que he pretendido en la vida es que la gente sea feliz”, me dijo, como si a pesar de lo sufrido, esa fuera su filosofía de vida. ¡Qué gran hombre!
Aún me quedaba una pregunta por hacer y me lancé: Francisco, ¿Por qué te llaman Chupaligas?,  “Hubo un tiempo que actuaba de payaso y mi nombre artístico era el payaso Chupaligas y ese apodo  se quedó para siempre”, respondió.

Interpretamos varias canciones para amenizar los postres en el local de la peña y nos bastaba una mirada para disculpar las pequeñas pifias, más mías que suyas, durante la velada. El sonido de su trompeta quedará para siempre en nuestra memoria con la magistral interpretación que nos brindó de “Balada triste de trompeta”. Lo acompañé hasta el coche y cuando se alejó, me quedó la impresión de que San Lorenzo me había premiado con un nuevo amigo, un sabio, un artista puro que ojalá pueda deleitarnos con su magia durante muchos años más.
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